Fallo












































Voces:  

Acción de inconstitucionalidad. 


Sumario:  

CÓDIGO DE FALTAS PROVINCIAL. FACULTADES DE LA POLICÍA. DECLARACIÓN DEL IMPUTADO. INDELEGABILIDAD DE FACULTADES. FUNCIÓN JUDICIAL. DEFENSA EN JUICIO. TESTIGOS. MOTIVACIÓN DE SENTENCIAS. DERECHO DE REUNIÓN. PRINCIPIO DE RESERVA. PRINCIPIO DE LEGALIDAD. PRINCIPIO DE LESIVIDAD. DERECHO A EJERCER TODA INDUSTRIA LÍCITA. CONTROL DE CONSTITUCIONALIDAD. INTERPRETACIÓN DE LA LEY. DIVISIÓN DE PODERES. COMPETENCIA LEGISLATIVA PROVINCIAL. DELITO. CONTRAVENCIÓN. MORALIDAD PÚBLICA. ÉTICA. AUTONOMÍA MUNICIPAL. IUS PUNIENDI. GARANTÍAS PROCESALES. JUEZ NATURAL. DERECHO DE DEFENSA. IGUALDAD DE ARMAS. MOTIVACIÓN DE LA CONDENA. PRESUNCIÓN DE INOCENCIA. GARANTÍA CONTRA LA AUTOINCRIMINACIÓN. PRINCIPIOS PENALES. PRINCIPIO DE LEGALIDAD. CULPABILIDAD. PRINCIPIO DE INALTERABILIDAD. DISIDENCIA PARCIAL. 



Novedoso

















Contenido:

ACUERDO N° 1. En la ciudad de Neuquén, capital de la Provincia del mismo nombre, a los dieciseis días del mes de abril del año dos mil doce, se reúne en Acuerdo el Tribunal Superior de Justicia, con la Presidencia de su titular Doctor RICARDO TOMAS KOHON, integrado por los señores Vocales, Doctores ANTONIO GUILLERMO LABATE, LELIA GRACIELA M. DE CORVALAN, OSCAR E. MASSEI y la señora Vocal Subrogante Doctora ANA LIA ZAPPERI, con la intervención de la titular de la Secretaría de Demandas Originarias, Doctora CECILIA PAMPHILE, para dictar sentencia en los autos caratulados: “REPETTO ANDRÉS Y OTRO C/ PROVINCIA DEL NEUQUÉN S/ ACCIÓN DE INCONSTITUCIONALIDAD”, expte. n° 608/02, en trámite por ante la mencionada Secretaría de dicho Tribunal y conforme al orden de votación oportunamente fijado, la Dra. LELIA GRACIELA M. DE CORVALÁN dijo: I.- A fojas 6/16, Andrés Repetto y Fernando Diez promueven acción de inconstitucionalidad de los siguientes artículos del Código de Faltas de la Provincia: 24 primer párrafo, 43 último párrafo, 44 párrafo final, 45 primer párrafo, 51 último párrafo, 54, 55, 56, 59, 60, 61, 66 y 68 primer párrafo.
Hacen una introducción en la que se explayan acerca de la ideología que preside la redacción del Código de Faltas y su incompatibilidad con el sistema de derechos y garantías constitucionales. Citan doctrina y jurisprudencia.
Luego comienzan el análisis en particular de cada norma impugnada y los respectivos dispositivos constitucionales que reputan infringidos.
Al artículo 24, primer párrafo, del Código de Faltas, lo presentan como contrario a los artículos 7, 32, 42, 167 y 168 de la Constitución Provincial anterior a la última reforma (en adelante CP 1957), que pasaron a ser los artículos 12, 27, 66, 226 y 227, después de la reforma de la Carta Magna, del año 2006 (en adelante CP, CP vigente o CP actual).
Fundamentan su pretensión en que la norma impugnada otorga funciones judiciales al oficial de policía de mayor jerarquía, al disponer que éste escuche en declaración al imputado y luego disponga su libertad.
Señalan en dicha norma una transgresión a los artículos 66 y 227 de la CP, por cuanto toda declaración que efectúe un imputado debe ser valorada en el marco del debido proceso legal y en función del mandato constitucional de que nadie puede ser obligado a declarar contra sí mismo, que es una garantía que solamente puede hacerse efectiva al prestar declaración ante un juez y con la debida asistencia técnica previa de un abogado defensor. Citan en apoyo de su tesis al Acuerdo N° 20/97 de este Tribunal in re “Valdebenito”.
Concluyen sobre el punto que la facultad de recibir declaración al acusado de un delito y/o contravención es una obligación indelegable del Poder Judicial, conforme los artículos 12, 226 y 227 de la CP, por cuanto constituye el ejercicio de la propia jurisdicción.
Al artículo 43, segundo párrafo, del Código de Faltas, lo encuentran reñido con los artículos 32, 35 segunda parte, 51 y 101.1 de la CP 1957 (correspondientes a los actuales artículos 27, 63, 18 y 189.1 de la CP vigente).
Sobre el tema arguyen que la disposición del régimen de faltas impugnada dispone que en ningún caso puedan declarar como testigos los cónyuges, ascendientes, descendientes o hermanos de los contraventores. Contrariamente, indican, el artículo 63 de la CP hace referencia a la prohibición de declarar contra el cónyuge, los ascendientes, descendientes o hermanos, pero nada dice ni prohíbe respecto de declarar a favor de éstos.
De allí coligen que el artículo criticado restringe las garantías consagradas en los artículos 63 y 18.
En tal sentido, apuntan que no hay ninguna duda de que el artículo cuestionado conculca el espíritu de la Carta Magna, porque impone en forma arbitraria una restricción al ejercicio del derecho de defensa en juicio, limitando el eventual uso de pruebas que podrían favorecer a la defensa del imputado, con lo cual altera sustancialmente el sentido de la norma constitucional, por lo que infringe el artículo 189.1 de la CP.
En relación con el artículo 44, último párrafo, sostienen que contraviene lo normado en los artículos 32 y 35 de la CP 1957 (27 y 63 de la CP vigente, respectivamente).
Fundan su pretensión en que, por la manera en que fue redactada la norma impugnada, resulta que la asistencia técnica es una facultad del imputado, renunciable sin ningún requisito expreso. Además, señalan que tampoco está prevista la garantía con la obligatoria asistencia de un defensor oficial, en el caso de que el imputado no pueda solventar el costo de uno particular.
Manifiestan que de esa manera se transgrede la inviolabilidad de la defensa en juicio, reconocida en el artículo 27 de la Constitución Provincial.
Señalan que el artículo 42 de la CP 1957 (correspondiente al 66 del texto vigente) dispone, en forma contraria al dispositivo criticado, que el imputado debe ser asistido por su defensor al prestar declaración y en forma permanente.
Exponen que el derecho de defensa en juicio comprende tanto la defensa material como la defensa técnica. La primera es la que realiza el acusado y la segunda es la ejercida por un abogado y es irrenunciable. Aseveran que si no se dan ambas, existe estado de indefensión.
Aclaran que el derecho a la defensa técnica responde al principio de bilateralidad, por el cual las partes, acusadora y acusada, deben estar en igualdad de condiciones para que el proceso sea justo y equitativo.
Citan doctrina y jurisprudencia en apoyo de la postulación que hacen.
Impugnan el artículo 45 por considerarlo violatorio de los artículos 1, 32, 35 y 166 de la CP 1957 (se corresponden con los artículos 1, 27, 63 y 238 de la CP). En cuanto al último de los artículos citados, cabe aclarar que los actores se apoyan en el requisito allí establecido de que las sentencias deban ser motivadas, bajo pena de nulidad, el cual se mantuvo con posterioridad a la reforma constitucional, pese a que el artículo 238 no reproduce textualmente al 166 de la redacción anterior.
Alegan que la facultad de dictar sentencias sin motivación resulta arbitraria y contraria al sistema republicano de gobierno, por cuanto quebranta el principio de razonabilidad de los actos de gobierno.
Añaden que al disponerse el dictado de sentencias inmotivadas se impide en los hechos el control de razonabilidad. Por otra parte, afirman, el artículo 238, segundo párrafo, de la CP no deja lugar a dudas respecto de la exigencia de que todas las sentencias sean motivadas.
Finalizan expresando que la falta de fundamentación de la sentencia transgrede además la garantía constitucional del derecho de defensa en juicio y el debido proceso.
Al artículo 51 del Código de Faltas lo encuentran reñido con los artículos 14, 16 y 47 de la CP 1957 (que pasaron a ser los artículos 23, 30 y 64, primer párrafo, de la CP vigente).
Fundan tal aserto en que la norma cuestionada reprime la sola presencia de una persona en un grupo, cuando algún integrante de ese grupo provoque, amenace u ofenda a terceros, aun cuando la persona sancionada no haya realizado ninguna de esas conductas.
Afirman que se trata de un tipo penal sin conducta y, por ende, sin lesión a bien jurídico alguno.
Exponen que si la responsabilidad penal es personal (principio emanado del artículo 64, primer párrafo, de la CP), no puede sancionarse a una persona por actos de terceros. Agregan que la conducta debe haberse efectuado con dolo o culpa.
Exponen que si toda infracción penal tiene su razón de ser en la tutela de un bien jurídico, no pueden entrar en su ámbito de prohibición las conductas que no lo afectan.
Además, finalizan, la norma cuestionada afecta indirectamente el derecho de reunión garantizado por el artículo 30 de la CP.
Por otra parte, impugnan el artículo 54 del Código de Faltas porque lo consideran violatorio de los artículos 12 y 14 de la CP (artículos 22 y 23 de la CP vigente) y 1 y 2.1 de la Declaración Universal de los Derechos del Hombre.
Argumentan que la inconstitucionalidad de la norma es clara porque a partir de ella se pretende imponer una moral pública al tipificar como contravención la elección de la propia imagen, sobrepasando el límite fijado por el principio de reserva (artículo 23 de la CP).
Entienden que en tal caso no existiría una verdadera lesión a terceros, sino un simple y subjetivo disgusto de la autoridad policial por la imagen del otro. Acotan que el límite al poder punitivo estatal está dado por la existencia de un perjuicio real concreto a terceros, como sería la comisión de un delito, vgr. el de exhibiciones obscenas.
Señalan que el concepto de “decencia pública” hace de la norma un tipo contravencional abierto, cuya aplicación al caso concreto queda librada a la apreciación de la autoridad policial, constituyendo una violación al principio de legalidad.
Citan doctrina y jurisprudencia sobre el punto.
Seguidamente, desarrollan en forma conjunta los fundamentos de su impugnación de los artículos 55 y 56 del Código de Faltas. Entienden que ambos infringen los artículos 14 y 35 de la CP 1957 (23 y 63, respectivamente, de la CP actual).
Manifiestan que las normas impugnadas violan los principios de lesividad y reserva, al igual que en el caso del artículo 54 del Código de Faltas.
Remarcan que los tipos penales-contravencionales en cuestión penan un estado psicofísico que no traspasa la persona del afectado, más allá de las subjetivas valoraciones que un tercero observador pueda hacer, quien según sus propios parámetros morales puede o no sentirse a disgusto.
Describen que estas normas inclusive admiten la punibilidad de adicciones, toda vez que se sanciona el estado de “embriaguez escandalosa” o el “estado escandaloso” en caso de estupefacientes, sin que se observe conducta por parte del sujeto.
Arguyen que al Estado le correspondería, en todo caso, disponer normas de protección respecto de personas que padecen adicciones, no tipos represivos que buscan finalmente la estigmatización además de la sanción.
En apoyo de su tesis citan jurisprudencia.
En cuanto al artículo 59 del Código de Faltas, lo impugnan por infringir los artículos 14 y 35 de la CP 1957 (se corresponden con los artículos 23 y 63 de la CP vigente).
Describen que la norma reprime al homosexual o “vicioso sexual” que frecuente menores de 18 años, en términos vagos e imprecisos, por cuanto la conducta descripta no requiere actos lesivos a la persona del menor.
Dicen que un ejemplo de lo absurdo del precepto criticado es que un homosexual para evitar caer en la conducta descripta, debería abstenerse de visitar a todos sus familiares menores de 18 años. A criterio de los actores, esto demuestra que lo que en realidad se busca reprimir es la homosexualidad en sí misma.
Por otra parte, sostienen que el término “vicioso sexual” resulta injurioso y de tal vaguedad que no respeta el principio de legalidad, quedando a exclusivo arbitrio y valoración de la autoridad de aplicación la tarea de individualizar en cada caso concreto a los posibles “viciosos”.
El artículo 60 del Código de Faltas lo encuentran repugnante a los artículos 14 y 32 de la CP 1957 (correspondientes a los artículos 23 y 27 de la CP actual).
Afirman que este tipo penal-contravencional conculca la garantía constitucional de ejercer toda industria lícita y además impone al dueño, gerente, administrador o encargado de negocios públicos o conductor de transporte colectivo un deber ilegítimo, cual es el de identificar cuando una persona se encuentra en estado de embriaguez escandalosa, estado escandaloso por estupefacientes o cuando es un homosexual o un vicioso sexual o se encuentra vestido de forma indecente, para, luego de ser identificado, impedirle el ingreso y permanencia en el negocio o transporte, aun cuando esa persona no haya afectado a terceros con una conducta lesiva. Concluyen que, de tal forma, se obliga a discriminar y a cumplir preceptos legales que violan la Constitución por las razones dadas.
Indican que el caso de la discriminación respecto del uso del transporte público de pasajeros es particularmente grave porque se trata de un servicio público, con sus caracteres de generalidad, obligatoriedad e igualdad o uniformidad.
Impugnan el artículo 61 del Código de Faltas por hallarlo contrario a los artículos 14 y 32 de la CP 1957 (artículos 23 y 27 de la CP vigente).
Advierten que la norma cuestionada intenta imponer una moral y una forma de vida. Afirman que es evidente que el Estado no puede impedir que alguien sea “mantenido”, “aunque sea parcialmente”, por una persona que ejerza la prostitución, dado que dicha actividad no está prohibida. Sostienen que parece pretenderse prohibir indirectamente que alguien conviva con una persona que ejerza la prostitución, de manera discriminatoria.
Al artículo 66 del Código de Faltas lo hallan violatorio del artículo 14 de la CP 1957 (éste es el artículo 23 de la CP actual).
Manifiestan que dicha norma encuadra perfectamente en la ideología autoritaria de todo el código, pues pena una forma de vida, reprime una elección personal y busca por una vía irracional obligar a los ciudadanos a desempeñar algún trabajo.
Reconocen que la Constitución considera al trabajo un deber social y que nadie duda del beneficio que éste implica, en cuanto al sustento y la dignidad de la persona, pero rechazan que ello pueda interpretarse como una habilitación para condenar a un ciudadano a una pena privativa de la libertad si no cumple con dicho deber, menos aún en las actuales condiciones socio-económicas en las que se encuentra el país.
Califican a la disposición impugnada como un sinsentido, desde que se prevé la imposición de una pena al que no trabaja por propia voluntad, pero no a los responsables de desarrollar políticas que precarizan el empleo y destruyen las fuentes de trabajo.
Estiman que el único perjudicado con la elección de no trabajar es la propia persona, con lo que la norma infringe el principio de lesividad.
Hacen extensibles a este caso las consideraciones que efectuaran respecto de los artículos 54, 55 y 56 del Código de Faltas.
Finalmente, encuentran al artículo 68 del Código de Faltas contrario a los artículos 14 y 32 de la CP 1957 (correspondientes a los artículos 23 y 27 de la CP vigente).
Fundan su aserción en que el dispositivo viola el derecho a ejercer toda industria lícita a cualquier ciudadano y le impone el deber ilegítimo de ser informante de la policía, bajo pena de privación de la libertad, al obligarlo a reportar a la autoridad policial la nómina de objetos comprados y los datos de sus clientes.
Exponen que no se describe una conducta lesiva hacia terceros, toda vez que si se sospecha de la compraventa de objetos robados, corresponde aplicar el tipo penal previsto por el artículo 277 del Código Penal.
Concluyen que las transgresiones constitucionales detectadas en el Código de Faltas constituyen afectaciones del derecho de defensa en juicio y el debido proceso legal, así como exhiben una absoluta vaguedad de las conductas descriptas, la penalización de conductas no lesivas y de estilos y formas de vida.
II.- A foja 22, por medio de la Resolución Interlocutoria N° 3619, se declara la admisión formal de la acción, de conformidad fiscal.
III.- A fojas 36/39, la Provincia del Neuquén contesta la demanda.
Comenta que, atento a las aristas que presentaba el caso, se le dio intervención a la Subsecretaría de Seguridad Ciudadana, Trabajo y Justicia, que elevó un informe que da cuenta de la existencia de un proyecto de nuevo código de faltas.
Comparte la necesidad de una pronta reforma del actual código, por existir normas constitucionales que podrían encontrarse afectadas (como pueden ser las indicadas por los actores en la demanda).
Aclara que, no obstante ello, estima que tal modificación podría ser realizada a través del proyecto en elaboración, mejor que por la declaración de inconstitucionalidad planteada.
Explican que el progreso de la pretensión actora requiere la demostración de la colisión frontal entre las normas atacadas y la Constitución Provincial.
Pide la celebración de una audiencia conciliatoria y acepta el pedido de eximición de costas realizado por la parte actora.
IV.- A fojas 43/44 la parte actora rechaza la audiencia de conciliación propuesta por su contraria, por entender que no revestiría ninguna finalidad práctica.
V.- A fojas 46/48 se expide el Fiscal del Cuerpo, opinando que corresponde admitir la demanda.
VI.- A foja 62 se dicta la providencia de autos, la que encontrándose firme y consentida, coloca las actuaciones en condiciones de dictar sentencia.
VII.- Marco de la acción de inconstitucionalidad
Así las cosas, la pretensión que arriba a decisión de este Cuerpo se enmarca en lo dispuesto por el segundo párrafo del artículo 16 de la Constitución Provincial (que no alteró el texto del anterior artículo 30 de la CP de 1957). Dicha norma establece que la declaración de inconstitucionalidad, en este caso de una ley, produce la caducidad de la misma en la parte afectada por aquella declaración.
Se trata por tanto de un mecanismo de control de constitucionalidad que se realiza en abstracto. Enseña García de Enterría que éste se “... origina no en función de un conflicto de intereses concretos, para solucionar el cual sea menester dilucidar previamente la norma de decisión, sino simplemente por una discrepancia abstracta sobre la interpretación del texto constitucional en relación con su compatibilidad con una Ley singular.” (García de Enterría, Eduardo, La Constitución como norma y el Tribunal Constitucional, Madrid, Editorial Civitas, tercera edición, 1985, págs. 137/138).
El hecho de tratarse de un control abstracto y el alcance general que tiene la sentencia declaratoria de inconstitucionalidad hacen que, para determinar la compatibilidad de la ley con la Carta Magna provincial, no deban tomarse en cuenta casos particulares de aplicación de la primera que pudieran vulnerar normas de la segunda, sino los preceptos involucrados en sí mismos.
Toda declaración de inconstitucionalidad, constituye una de las más delicadas funciones a cargo de un Tribunal de Justicia, que en orden a la gravedad institucional que encierra, debe ser adoptada como último recurso.
Justamente, esta última línea directriz en materia de interpretación constitucional, encuentra su origen en el mismo proceso de constitucionalidad de las Leyes, y por ello es, que: “... antes de que una Ley sea declarada inconstitucional, el juez que efectúa el examen tiene el deber de buscar en vía interpretativa una concordancia de dicha Ley con la Constitución. La anulación de una Ley es un suceso bastante más grave que la anulación de un acto de la Administración, porque crea por sí sola una gran inseguridad jurídica. El legislador no tiene agilidad suficiente para cubrir inmediatamente el hueco que deja la norma anulada y ese hueco da lugar a una enorme confusión jurídica para los ciudadanos y para todos los poderes públicos. Con frecuencia esa anulación, que no implica por sí misma el restablecimiento de vigencia de la Ley anterior a que sustituyó la anulada (cfr., art. 2, 2 CC), y la laguna que crea, puede determinar, de hecho, como ha dicho alguna vez el Tribunal Constitucional Italiano, una ‘situación de mayor inconstitucionalidad’ en la solución práctica de los problemas que la Ley anulada regulaba. Es este horror vacui el que determina el principio formulado así por el Tribunal Federal Constitucional Alemán: ‘es válido el principio de que una ley no debe ser declarada nula cuando puede ser interpretada en consonancia con la Constitución’.(García de Enterría, Op. cit., págs. 95 y 96).
Desde la señalada perspectiva, no fue perdida de vista por este Tribunal la coexistencia con el trámite de la presente acción de numerosos proyectos legislativos tendientes a reformar o derogar algunas o todas las normas del Código de Faltas.
Tal circunstancia no es menor porque en ella se encuentra implicado el respeto debido al principio de división de poderes y al ámbito propio de de producción jurídica y actuación de la Legislatura Provincial.
De manera que la prudencia indicaba que era necesario no desatender la evolución de la labor legislativa en la materia y no precipitarse en la intervención judicial a través de un remedio que, ya ha sido dicho, debe ser entendido como subsidiario frente al ejercicio de la competencia propia de la Cámara de Diputados, que es el ámbito diseñado constitucionalmente para permitir un debate plural y amplio de las leyes.
Fue así que finalmente se sancionó la Ley 2767, que, en lo que a la pretensión a sentenciar interesa, derogó los artículos 54, 59 y 60 y modificó la redacción del artículo 61, todos del Decreto-Ley 813/62.
De forma que, la acción ha devenido abstracta en relación con las tres normas derogadas, toda vez que el objeto se ha visto satisfecho con la promulgación de la Ley mencionada. En cuanto al dispositivo modificado, a su turno será analizado qué relevancia puede tener el cambio del texto en la decisión a adoptar por parte de este Tribunal.
Hecha la aclaración, cabe seguir exponiendo que en el análisis de la norma cuestionada bajo el control concentrado de constitucionalidad –tal el perfilado en la acción autónoma que nos convoca- no se enjuician hechos concretos, sino que se efectúa un control de compatibilidad entre dos normas igualmente abstractas.
Así, cuando una Ley esté redactada en términos tan amplios, que pueda permitir una interpretación inconstitucional, habrá que presumir siempre que sea razonablemente posible, que el legislador ha sobreentendido que la interpretación con la que habrá de aplicarse dicha ley es precisamente la que permita mantenerse dentro de los límites constitucionales. La posibilidad de que un mismo precepto dé lugar a la adopción en concreto de tales soluciones antagónicas, es determinante de que en abstracto, el intérprete deba inclinarse por su validez constitucional (cfr. Acuerdo N° 913/03, voto del Dr. Massei).
Dichas premisas generales del control de constitucionalidad se ven matizadas en el caso de las normas materialmente penales por el principio de tipicidad, que se desarrollará más adelante, pero que en prieta síntesis implica que no puedan subsistir tipos penales cuya redacción no agote los recursos técnicos para otorgar la mayor certeza posible acerca de cuál es la conducta incriminada, evitando indeterminaciones que impidan al ciudadano discernir los actos prohibidos de los permitidos y, en definitiva, resulten en desmedro de la libertad constitucionalmente protegida.
El caso bajo estudio presenta además la particularidad que el Código de Faltas está vigente desde el año 1962, prácticamente sin modificaciones, en especial en las disposiciones puestas en crisis por los actores. Tal circunstancia, el haber resistido durante ese tiempo en su aplicación a casos concretos el implícito test de constitucionalidad, no conlleva necesariamente que en esta oportunidad las normas impugnadas puedan pasar con la misma suerte este nuevo examen.
Efectivamente, sobre todo en la materia contravencional las concepciones imperantes en una sociedad van mudando con la evolución de la misma y, aunque la letra de los artículos de la Constitución invocados por los actores no haya cambiado sustancialmente, también se va adaptando su interpretación a dicha evolución.
Resultan aplicables las palabras de la Corte Suprema Nacional, en cuanto afirmara que: “... la realidad viviente de cada época perfecciona el espíritu remanente de las instituciones de cada país o descubre nuevos aspectos no contemplados con anterioridad, a cuya realidad no puede oponérsele, en un plano de abstracción, el concepto medio de épocas en que la sociedad actuaba de manera distinta o se enfrentaba a problemas diferentes. La Constitución Nacional ha sido considerada como un instrumento político provisto de flexibilidad para adaptarse a los tiempos y circunstancias futuras. Ello no implica destruir las bases del orden interno establecido, sino por el contrario defender a la Constitución en el plano superior que abarca su superioridad y la propia perdurabilidad del Estado Argentino para cuyo pacífico gobierno ha sido instituida.” (Fallos: 311:2272, voto del Dr. Fayt, y sus citas).
Especialmente respecto de la concepción de la moralidad pública, se ha dicho que la intervención del Estado se traduce en normas legislativas y reglamentarias, siendo natural que dado el fin que éstas persiguen, no sea posible un ordenamiento jurídico ecuménico. Esa legislación es mudable en lo espacial y temporal. Depende de las circunstancias del medio ambiente, de la diversidad de modos de vida social y hasta de las condiciones económicas del Estado a que se refiere. Ha de inspirarse en todos los casos en los sentimientos colectivos dominantes en un momento dado de la vida estatal (Villegas Basavilbaso, Benjamín, Derecho administrativo, Tomo V, Buenos Aires, TEA, 1954, págs. 617/618).
Finalmente, ante los principios en juego en la causa a decidir, cabe citar que: “... corresponde desarrollar el razonamiento constitucional a partir de la afirmación de los derechos individuales, examinando con rigor los fundamentos de toda restricción. Lo contrario, es decir, partir de la afirmación de valores públicos para limitar la libertad conduce a soluciones cuyos límites son y pueden poner en riesgo la libertad personal, protegida de manera relevante por nuestra Constitución Nacional” (Fallos: 332:1963, voto del Dr. Ricardo Lorenzetti).
VIII.- Hecha la digresión acerca del marco interpretativo constitucional, cabe adelantar que el desarrollo argumentativo irá de lo general a lo particular.
En efecto, con el análisis que ahora se encara se tratará de aportar al debate de la temática del derecho contravencional, en el sentido de señalar los lineamientos que este Tribunal considera insoslayables en la materia y que, aun excediendo el marco de las normas particularmente impugnadas en esta causa, deberían ser tenidos en cuenta en cualquier reforma legislativa que propenda a ajustar el régimen de faltas a los requisitos de un Estado constitucional de derecho.
Así, se partirá de la delimitación de la competencia provincial en materia contravencional (tanto respecto de la Nación como de los municipios).
De seguido, en el entendimiento de que las garantías procesales y principios penales deben ser aplicados a la materia bajo análisis, se hará un desarrollo de aquellos enfocado al derecho contravencional.
Finalmente, a la luz de todos los lineamientos esbozados en los parágrafos que lo precedan, se hará el examen en particular de los preceptos cuestionados por los actores.
IX.- Competencia legislativa provincial en materia de contravenciones
IX.1.- En razón de la materia
En una aproximación muy básica la competencia legislativa provincial está restringida a todas aquellas materias que no han sido delegadas en el Congreso Federal dentro del texto de la Constitución Nacional (artículos 1 y 8 de la CP y artículos 75 y 126 de la CN, y sus concordantes).
En tal sentido, el dictado del Código Penal corresponde al Congreso de la Nación (artículo 75, inciso 12, de la CN), a la par que la Constitución Provincial atribuye a la Legislatura local la sanción del Código de Faltas (artículo 189, inciso 16, de la CP, igual al mismo del art. 101 de la CP 1957).
Expone la Dra. Gelli que, si bien la atribución de dictar los códigos sustantivos constituye una competencia delegada y exclusiva del Poder Legislativo federal, ello no impide que conforme interpretación constante de la Corte Suprema las provincias ejerzan sobre esa materia, el poder de policía de seguridad, moralidad y salubridad (Gelli, María Angélica, Constitución de la Nación Argentina, comentada y concordada, Buenos Aires, La Ley, segunda edición ampliada y actualizada, 2003, páginas 561/562).
Por su parte, el Dr. Zaffaroni, reconociendo una contradicción en el propio texto de la Constitución Nacional (delegación legislativa del Código Penal vs. régimen federal y autonomía municipal), concluye que: “... estableciendo la Constitución formas secundarias y terciarias de estado, no puede dejarlas huérfanas de toda facultad punitiva (...) Ratificando que el derecho contravencional es derecho penal y debe respetar todas las garantías constitucionales referidas a éste, la competencia legislativa penal en materia contravencional por parte de provincias y municipios es muy poco discutible.” (Zaffaroni, Eugenio Raúl; Slokar, Alejandro y Alagia, Alejandro, Derecho Penal: parte general, Buenos Aires, Ediar, 2a. edición, 2002, pág. 177).
En el mismo sentido, se ha advertido que: “Esta ingeniería institucional [artículos 121 y 126 de la Constitución Nacional] despertó algunas dudas —con no pocos fundamentos— respecto de las facultades provinciales para darse leyes contravencionales, las que de acuerdo con lo antedicho, podrían encontrarse dentro de la nómina de las facultades delegadas —la delegación de la regulación del poder coercitivo—, más aún si se considera que delitos y faltas forman parte de un mismo sistema punitivo. Sin embargo, lo cierto es que, hoy por hoy, se encuentra francamente consolidada —indiscutida, diríase— la potestad de las provincias para darse sus propios regímenes contravencionales.” (Juliano, Mario Alberto, ¿Justicia de faltas o falta de justicia?, Buenos Aires, Editores del Puerto, 2007, págs. 37/38).
En efecto, la doctrina mayoritaria coincide en que: “La concesión de un poder de legislar implica la de hacer efectivas con sanciones penales ciertas disposiciones legales para cuyo cumplimiento no hay otro medio coercitivo, pues de otra manera se trataría del ejercicio de una jurisdicción sin imperium, lo que es lo mismo que decir sin poder efectivo de ejecución.” (Nuñez, Ricardo C., La cuestión de los delitos y contravenciones, su base constitucional, Córdoba, Marcos Lerner Editora, 1985, pág. 25, con cita de Fallos: 103:255).
Asimismo, Sebastián Soler expresó que: “La división de poderes entre nación y provincias determina, como consecuencia inevitable, la facultad de policía de esos poderes, ya que, otorgado o reservado un poder, lleva como necesaria implicancia la facultad de adoptar los medios para ponerlo en práctica y cuando ese poder se ejerza sancionando una prohibición, la conminación de penas será el remedio natural” (Soler, Sebastián, Derecho Penal Argentino, Tomo I, actualizador Guillermo J. Fierro, Buenos Aires, Tea, 5ª edición, pág. 299).
En el mismo rumbo se ha pronunciado el Dr. Villegas Basavilbaso, al sostener que el poder de policía es originario de las provincias, y sólo corresponde a la Nación en los casos en que le ha sido expresamente conferido o es una consecuencia necesaria de otras facultades constitucionales. Así, enfatizó que: “Es obvio decir que si las provincias tienen por derecho propio la potestas de formación policial, salvo en la materia delegada a la Nación expresa o implícitamente, tienen por ende la facultad represiva, por cuanto la atribución de un ‘poder’ implica al mismo tiempo disponer de los medios necesarios para hacerlo efectivo.” (Villegas Basavilbaso, Op. cit., págs. 233, 247/248 y 257/258. Cfr. además, Hortel, Eduardo Carlos, Régimen de Faltas, Buenos Aires, Editorial Universidad, 1981, págs. 18/19).
El diseño constitucional presentado obliga a hacer una delimitación de competencias entre la Provincia y la Nación dentro del genérico ius puniendi estatal, aunque la distinción no esté basada sobre alguna diferencia ontológica.
La búsqueda de una diversidad ontológica entre delito y contravención, ha conducido a una polémica fincada en la naturaleza administrativa o penal de las faltas, que en parte ha perdido fuerza frente al reconocimiento de la vigencia irrestricta de las garantías constitucionales ante cualquier afectación de los derechos fundamentales por parte del Estado, máxime si se trata de la libertad y la propiedad (para una síntesis del tema, ver Acuerdo N° 49/1999 Secretaría de Recursos Extraordinarios y Penal y también García de Enterría, Eduardo y Fernández, Tomás-Ramón, Curso de derecho administrativo, Buenos Aires, editorial La Ley, 2006, 1ª edición anotada de la novena edición española del año 2004, tomo II, pág. 164 y ss.).
Efectivamente, la materia que nos ocupa, conocida como: “contravencional”, “de faltas”, “derecho penal administrativo”, “derecho administrativo sancionador”, abarca un sinnúmero de normas punitivas dispersas que atraviesan todo el ordenamiento jurídico, cuya aplicación, en muchos casos, ha sido encomendada a órganos administrativos.
Sin embargo, en el caso que nos atañe, el juzgamiento y aplicación de la sanción está en manos de un órgano judicial, por lo cual, el eje de la cuestión no pasa por allí.
Concretamente, en el asunto bajo estudio la importancia de establecer si es posible una delimitación y coexistencia de contravenciones y delitos tiene importancia para determinar la competencia legislativa y evitar ilegítimas restricciones a los derechos individuales de los habitantes de la provincia.
Esto último tiene que ver con que el derecho punitivo, como género (del que el derecho penal y el contravencional son especies), no cubre todas las conductas posibles, sino únicamente las que el órgano constitucionalmente facultado para legislarlo considera de suficiente gravedad como para reprimir, ya que debe ser un sistema discontinuo o fragmentario de prohibiciones que intervenga como ultima ratio del ordenamiento jurídico, dejando amplios márgenes de libertad para que el Estado no contravenga su propio fin que no es otro que permitir la plena y libre realización de los individuos dentro de la sociedad.
En el mismo sentido, destacó Ricardo Nuñez que: “La determinación de lo que constitucionalmente puede ser un delito o una contravención, no sólo sirve para preservar el federalismo y para evitar una mala confusión de la legislación federal con la común, sino, también para advertir que un Código Penal concebido liberalmente, esto es, como protector de la seguridad de los derechos de las personas, no puede ser tiránico ni autoritario, ya que —a diferencia del deber, que es el fundamento de la represión autoritaria— los derechos no pueden ser dañosos para sus titulares. Por otro lado, la concepción liberal de una Administración estatal tampoco puede admitir que el derecho contravencional que, en realidad, ha sido el medio de que se han valido nuestros gobiernos autoritarios o militarizados para imponer deberes ilegítimos a los gobernados, siga prestando tan indeseable servicio.” (Nuñez, Op. cit., págs. 39/40, el resaltado es propio).
En el mismo sentido, la Corte Interamericana ha recurrido en una de sus sentencias al estudio pericial de antropología social, que concluyó que “Las mencionadas figuras legales [entre las que se incluyen las faltas o contravenciones], ‘de alguna manera, dan un sustento a una práctica policial que es básicamente ilegal’” (CorteIDH, caso Bulacio, sentencia del 18 de septiembre de 2003, parágrafo 56.c, dictamen de la antropóloga Sofía Tiscornia).
Allí la especialista describe la práctica policial de las detenciones masivas o razzias, pero lo que aquí resulta relevante destacar es que se detectan una variedad de normas utilizadas (detención por averiguación de identidad, contravenciones y resistencia a la autoridad) y la falta de efectivo control judicial sobre la policía, que sirven de soporte institucional para un accionar que nace de la arbitrariedad.
En el informe citado por la Corte Interamericana se describe que: “la policía detiene a una gran cantidad de personas en conjunto o individualmente, y no es sino hasta que las lleva a la comisaría cuando se les ‘clasifica’ como adultos, jóvenes, mujeres, varones (...) con base en el comportamiento de las personas detenidas, la policía encuadraba esa detención dentro de una de las figuras legales enunciadas” (CorteIDH, caso “Bulacio”, loc. cit.).
Lo que se busca exponer con el caso citado es que el temor que expresaba el maestro Nuñez, en la obra reproducida más arriba, acerca de que el derecho contravencional sirva a fines ilegítimos, se constata empíricamente en algunas prácticas policiales arbitrarias, que se sirven de la vaguedad de esas normas, surgidas a la vez de una escasamente determinada competencia legislativa.
Justamente la necesidad de comenzar a andar el camino de la determinación de qué puede ser tipificado como contravención o falta y qué no, es la que orienta la digresión que aquí se hace sobre el tópico.
En síntesis: “... la ‘facultad de imponer penas’ será nacional o provincial según sea el poder o facultad que esas penas tutelan; un poder delegado en la nación o reservado por las provincias” (Soler, Op. cit., pág. 300, también en Hortel, Op. cit., págs. 19/20).
Por lo tanto: “... en todas las materias que la Ley Fundamental ha conferido a la legislación del Congreso, existe una delegatio de las provincias a la Nación, vale decir, una disminución de su autonomía. Y en el caso de funciones concurrentes en materia de policía, prevalece la legislación nacional si existe repugnancia efectiva con las legislaciones provinciales.” (Villegas Basavilbaso, Op. cit., pág. 332).
Por consiguiente, el poder legisferante local está acotado pues no puede exceder su función y crear delitos encubiertos bajo la denominación de falta, invadiendo otra competencia más allá de la que le corresponde estrictamente en razón del territorio y la materia (Losa, Néstor O., Justicia municipal y autonomía comunal, Buenos Aires, 1991, Ad-hoc, pág. 125).
Soler ha puntualizado que: “Tampoco pueden las provincias sancionar disposiciones que importen alterar las figuras específicas del Código Penal, ni su régimen represivo (...) ni arrogarse facultades que corresponden, por su naturaleza, al Congreso Nacional; ni legislar de manera que queden prohibidas como contravenciones ciertas acciones que el legislador ha querido dejar como lícitas, al trazar las figuras delictivas (...) En virtud del llamado principio de reserva, no pueden interpretarse las facultades provinciales como suficientes para colmar esas lagunas.” (Soler, Derecho Penal Argentino, ya citada, pág. 304, el resaltado es propio)
En general, la materia contravencional comprende normas con las siguientes finalidades últimas: que apunten a mejorar la convivencia colectiva en las ciudades, que faciliten las comunicaciones y los inconvenientes diarios de los individuos, que aseguren la sanidad de la población, que preserven el medio ambiente y las condiciones edilicias, que tiendan a que sean observadas las reglamentaciones que hacen puntualmente a determinadas actividades laborales y comerciales, que se respete la tranquilidad de los vecinos, que resguarden el cumplimiento de las leyes impositivas respecto de las cosas o las personas que están bajo la autoridad respectiva, que refuercen el cumplimiento de las leyes sobre materia rural y policía sobre urbanismo y planeamiento (cfr. Nuñez, Op. cit., págs. 35/36 y Losa, Op. cit., págs. 122/123).
Sin embargo, cabe coincidir con la Dra. Gelli, en cuanto a que: “... la diferencia entre la atribución del Estado Federal y la de los estados locales es, en ocasiones, una cuestión de grado ardua de determinar la que, finalmente, es precisada por la interpretación judicial en los casos concretos (...) la pauta de análisis de la Corte Suprema para delimitar qué corresponde a la ley común y qué al poder de policía local, es el examen de lo que constituye el núcleo de la relación jurídica de que se trate... ” (Gelli, María Angélica, Op. cit., pág. 561/562).
Quizás el tópico más borroso y mutable, de una sociedad a otra y entre distintas épocas, que abarca el derecho contravencional es el de “moralidad pública”.
Se trata, sin dudas, de un concepto que a partir de su invocación como parámetro del principio de reserva (cfr. arts. 19 de la CN, 14 de la CP 1957 y 23 de la CP vigente) ha suscitado arduos debates. Por lo tanto, sin pretender hacer aquí una delimitación acabada que zanje una discusión que atravesó y va a seguir atravesando la evolución de nuestra sociedad, se hará un esbozo general de lo que se entenderá en este fallo por “moralidad pública”, que después merecerá un análisis más concreto en ocasión del examen de algunas de las normas impugnadas.
Con dicho cometido, cabe citar que: “... la Constitución Nacional argentina recepta, en su artículo 19, la expresión ‘moral pública’: como un standard que permite formular dos distinciones en el ámbito de las conductas humanas, dividiendo lo ‘jurídico’ de lo ‘no jurídico’ (lo ‘no jurídico’ serían aquellas acciones privadas de los hombres sólo reservadas a Dios) y lo ‘jurídico permitido’ de lo ‘jurídico no permitido’ o ‘antijurídico’ (abarcando lo ‘antijurídico’ aquellas acciones que violentan, entre otros standards, el referido a la moral pública).” (Rosatti, Horacio, Tratado de derecho municipal, Tomo II, Santa Fe, Rubinzal-Culzoni, 2006, pág. 11).
El Dr. Villegas Basavilbaso ha puntualizado que: “... la moralidad pública no es la moralidad individual, sino la condición necesaria de convivencia social que el Estado debe tutelar y asegurar, en su caso, por medio de la coacción jurídica, contra las manifestaciones externas de los individuos que ponen en peligro y lesionan el sentimiento ético de la comunidad. (...) La ‘regulación’ de la moralidad pública no tiene ni puede tener por objeto la moralización de las personas, esto es, no se inmiscuye en su vida privada.” (Villegas Basavilbaso, Op. cit., pág. 617).
A su turno, el Dr. Zaffaroni ha expuesto enfáticamente que: “(a) El estado que pretende imponer una moral es inmoral, porque el mérito moral es producto de una elección libre frente a la posibilidad de elegir otra cosa: carece de mérito el que no pudo hacer algo diferente. Por esta razón el estado paternalista es inmoral. (b) En lugar de pretender imponer una moral, el estado ético debe reconocer un ámbito de libertad moral, posibilitando el mérito de sus habitantes, que surge cuando se dispone de la alternativa de lo inmoral (...) Por este modelo de estado y de derecho se decide el art. 19 CN (...) no puede haber delito que no reconozca como soporte fáctico un conflicto que afecte bienes jurídicos ajenos, entendidos como los elementos de que necesita disponer otro para autorrealizarse.” (Zaffaroni y otros, Op. cit., pág. 127).
De similar forma, el Ministro de la Corte Suprema de la Nación Dr. Enrique Petracchi, expuso que: “... es exigencia elemental de la ética que los actos dignos de mérito se realicen en virtud de la libre creencia del sujeto en los valores que los determinan” (Fallos: 308:1392, voto del Dr. Petracchi, ratificado en Fallos: 332:1963).
En palabras del Dr. Horacio Rosatti: “Así las cosas, cabe plantear si el cometido del Estado contemporáneo es formar hombres individualmente virtuosos o si es defender la convivencia frente a las manifestaciones que agraden los lazos de solidaridad y respeto mutuo que permiten construirla, fomentando la intolerancia. Decididamente pensamos, por razones lógicas y por memoria histórica, que la respuesta sensata es esta última y no aquélla.” (Rosatti, Horacio, Op. cit., pág. 20).
Resuelve de la misma forma la disyuntiva planteada en la cita precedente, el Dr. Petracchi, quien enfáticamente niega la posibilidad de que el Estado establezca modelos de excelencia ética de los ciudadanos, siendo su misión “asegurar las pautas de una convivencia posible y racional, al cabo pacífica que brinda una igual protección a todos los miembros de una comunidad.” (Fallos: 308:1392, voto del Dr. Petracchi, ratificado en Fallos: 332:1963).
Las ideas citadas, a las que se adscribe, conducen a sostener que, en materia de moralidad pública, la ley contravencional, dentro de su ámbito de aplicación delimitado por el orden constitucional, debe ceñirse a facilitar la convivencia pacífica de los individuos en el espacio público. Sin afectar la libertad protegida por el principio de reserva, pretendiendo imponer opciones morales, que deben ser libremente ejercidas por los individuos.
IX.2.- En razón del lugar:
En este apartado no se abordará el tema de la competencia en los establecimientos de utilidad nacional ubicados dentro del territorio provincial.
Baste mencionar al respecto que el principio general es que las facultades legislativas y administrativas de las provincias no quedan excluidas de dichos lugares, sino en tanto y en cuanto su ejercicio interfiera en la realización de los fines de utilidad nacional de la obra y la obste directa o indirectamente.
Pero, más allá de ese criterio receptado en la reforma constitucional de 1994 (artículo 75, inciso 30 in fine, de la CN), las dificultades que entraña su aplicación en concreto a diferentes situaciones exceden el marco de este tipo de acción abstracta (cfr. Marienhoff, Miguel S., Tratado de Derecho Administrativo, 1997, Abeledo-Perrot, Tomo IV, parág. 1541, y Hernández, Antonio María, Federalismo y Constitucionalismo provincial, Buenos Aires, Abeledo Perrot, 2009, pág. 127 y sig.).
Sí cabe hacer aquí una breve digresión en orden a delimitar competencias entre la Provincia y los municipios.
En principio, resulta pertinente recordar que los municipios gozan de una amplia autonomía en el ejercicio de sus atribuciones, que le viene reconocida por la Constitución Provincial (anteriores artículos 11 y 184 y actuales 154 y 271), conforme lo establecido en los artículos 5 y 123 de la Constitución Nacional.
Se ha dicho que: “La Constitución Nacional impone a las provincias, desde 1994, el aseguramiento de la autonomía municipal en sus respectivas constituciones pero no las obliga a establecer un único modelo de autonomía. En consecuencia, pueden coexistir en una misma provincia municipios de convención con atribuciones para dictar sus propias cartas autonómicas y municipios reglados por leyes orgánicas de las municipalidades, partidos o departamentos según se los denomine en cada ente local, sancionadas esas leyes orgánicas, por la legislatura provincial. No obstante, esta flexibilidad provincial para establecer los parámetros de la autonomía municipal, aquéllas no podrían ignorarla pues el art. 123 constituye una cláusula federal cuyo incumplimiento podría revisar la Corte Suprema.” (Gelli, Op. cit., págs. 859/860).
En el orden provincial, atento a los preceptos de la carta magna local precedentemente citados, los municipios gozan de una plena autonomía desde la misma fundación de esta Provincia (sobre el tema, cfr. Acuerdos N° 447/96 y 649/00, entre otros).
En concordancia con dichos dispositivos, el artículo 273, inciso k, de la CP (al igual que el artículo 204, inciso k, de la CP 1957) prevé la atribución de todos los municipios de crear tribunales de faltas y policía municipal e imponer, de acuerdo con las leyes y ordenanzas respectivas, sanciones compatibles con la naturaleza de sus poderes, tales como multas, clausura de casas y negocios, demolición de construcciones; secuestros, destrucción y decomiso de mercaderías, pudiendo requerir del juez del lugar las órdenes de allanamiento que estimara necesarias (cfr. Acuerdo N° 1399/07). El mismo dispositivo constitucional, enumera las atribuciones de los municipios, surgidas de sus poderes en todo lo concerniente al gobierno local.
Desde la misma noción aplicada en el apartado anterior al delinear la relación provincia-nación, en punto a la imposibilidad de pensar un Estado sin imperium, cabe citar que: “... dentro de un Estado como el argentino, organizado de acuerdo con la forma federal, aquella facultad [poder de policía] corresponde tanto al gobierno nacional como a los gobiernos provinciales y a los municipios; por cuanto es finalidad primordial del Estado nacional, provincial y municipal, cada uno dentro de su órbita jurisdiccional, amparar la vida, la propiedad, la seguridad, la moralidad y la salud de los habitantes (...) El gran número de atribuciones que el nuevo constitucionalismo provincial reconoce a los municipios, respecto de todas aquellas materias vinculadas a la promoción y protección de la prosperidad y bienestar general de la comunidad municipal, desborda las clasificaciones intentadas por la doctrina, por lo que, realizar una adecuada sistematización de las potestades de policía municipal, importa, hoy por hoy, una ardua tarea. Adecuándonos a esta realidad, y a los efectos del presente, intentaremos una clasificación, agrupándolas de la siguiente manera: a) policía de salubridad e higiene, b) policía municipal de la seguridad, c) policía municipal de moralidad y costumbres, d) policía municipal de edificación y urbanismo y e) policía municipal de bienestar (...) Las Constituciones de Corrientes y Neuquén, merecen una mención especial, ya que, además de dar amplias facultades al municipio en la materia que nos ocupa —en especial Neuquén, que le confiere en forma genérica todas las de fomento o interés local— otorgan la posibilidad de crear Tribunales de Faltas para el juzgamiento de infracciones municipales.” (Buj Montero, Mónica, “El poder de policía municipal en las constituciones provinciales” en Derecho Público Provincial y Municipal, volumen I, Buenos Aires, La Ley, 2003, 2a. edición actualizada, págs. 422 y sig.).
En conclusión, la potestad de la Legislatura de dictar el Código de Faltas (artículo 189.16 de la CP y 101.16 de la CP 1957) no altera la competencia de los municipios nacida de su autonomía y las normas específicas ya repasadas.
De manera que las leyes contravencionales provinciales serán aplicables únicamente hasta donde alcance su jurisdicción territorial o en los casos en que los hechos excedan el ámbito de poder local de un municipio, involucrando a más de una comuna.
X.- Vigencia en el ámbito contravencional de las garantías procesales y principios del derecho penal.
Oportunamente este Tribunal se ha expedido sobre el punto en el ya citado precedente del Acuerdo N° 49/1999, al dejar sentado que: “... al ser el derecho contravencional una de las manifestaciones del ‘ius puniendi’ estatal que sólo se diferencia del derecho penal común desde una perspectiva cuantitativa, tanto su estructura material como procesal, ‘deben reunir los requisitos que para la ley penal y la ley procesal penal exige la Constitución Nacional en salvaguarda de la dignidad de la persona humana (cfr. Zaffaroni, [Tratado de Derecho Penal. Parte General, Buenos Aires, Ediar, 1980, vol. I], pág. 238. El énfasis me pertenece).” (Acuerdo N° 49/1999 de la Sec. de Rec. Ext. y Penal, resaltado en el texto original).
No puede soslayarse sobre el tópico el criterio de la Corte Interamericana de Derechos Humanos, cuya jurisprudencia debe servir de guía para la interpretación de las garantías enumeradas en la Convención Americana sobre Derechos Humanos, vigentes en nuestra Provincia, en función de los artículos 21 de la CP y 75, inciso 22, de la CN (doctrina de Fallos: 318:514, in re “Giroldi”).
Dicho Tribunal internacional reiteradamente ha aclarado que el artículo 8 de la Convención Americana, titulado “Garantías Judiciales”, establece el conjunto de requisitos que deben observarse en las instancias procesales, a efectos de que las personas puedan defenderse adecuadamente ante cualquier acto emanado del Estado que pueda afectar sus derechos y cualquiera sea el órgano del Estado que ejerza funciones de carácter materialmente jurisdiccional. Específicamente, las garantías mínimas establecidas el numeral 2 del mismo precepto se aplican a la determinación de los derechos y obligaciones de orden civil, laboral, fiscal o de cualquier otro carácter, en cuanto sea aplicable al procedimiento respectivo (Corte IDH: caso “del Tribunal Constitucional”, sentencia del 31 de enero de 2001, párrafos 70, 71 y concordantes; caso “Baena y otros”, sentencia del 2 de febrero de 2001, párrafos 124 y sig.; caso “Ivcher Bronstein”, sentencia del 6 de febrero de 2001, párrafo 102 y sig.).
En tanto que la doctrina se ha pronunciado en forma semejante.
Se ha dejado sentado que: “... pocas dudas pueden caber en relación a que el derecho contravencional no es más que una de las manifestaciones que integran el orden punitivo del Estado, siendo necesario, por consiguiente, extender a este ámbito (infracción contravencional) los principios fundamentales que operan como un sistema de garantías generales para todo ejercicio del ius puniendi.” (Cesano, José Daniel (coordinador), Materiales para la reforma contravencional, Córdoba, Alveroni ediciones, 1999, página 15 y sus citas).
Así también, se ha dicho: “Las numerosas infracciones que, aunque exceden los marcos del Código Penal, exhiben un indiscutible carácter penal, están gobernadas, en lo no previsto, por los ‘principios generales’ del Derecho Penal y Procesal-penal” (Aftalión, Enrique R., Derecho penal administrativo, Buenos Aires, Ediciones Arayú, 1955, pág. 11).
Del mismo modo el Dr. Marienhoff ha expresado que: “... no sólo la sanción o pena deba hallarse establecida en una ley anterior al hecho, sino que al infractor o imputado debe oírsele para que exponga su defensa y ofrezca las pruebas pertinentes. Respecto al juzgamiento y aplicación de penas de policía rigen substancialmente las mismas garantías que en el proceso penal para el juzgamiento de ‘delitos’.” (Marienhoff, Miguel S., Op. cit., parág. 1566. cfr. además Maljar, Daniel E., El derecho administrativo sancionador, Buenos Aires, 2004, Ad-Hoc, págs. 72/73).
X.1.- Garantías procesales
En lo que sigue se hará un breve repaso de algunas de las garantías rituales que son directamente operativas y, aunque no aparezcan mencionadas en el Código de Faltas, las disposiciones de éste deben ser interpretadas según aquéllas, aun cuando su tenor literal pudiera indicar otra inteligencia.
No se pretende hacer aquí una enumeración exhaustiva de las garantías que deben observarse en el proceso de faltas, por lo cual se deja a salvo el principio destacado en el parágrafo precedente de la irrestricta vigencia en la materia contravencional de las garantías reconocidas en los procesos penales.
a) Tribunal independiente e imparcial:
Es una garantía basal del debido proceso y como tal no puede ser limitada por las leyes procesales la facultad de recusar al juez cuando existe temor de parcialidad.
De los derechos de acceso a la jurisdicción y tutela judicial efectiva, se sigue la necesaria imparcialidad del tribunal (artículos: 21 y 58 de la CP; 18, 33 y 75, inciso 22 de la CN; 8 y 10 de la DUDH; 18 de la DADDH; 2.3 Y 14.1 del PIDCP y 8.1 y 25 de la CADH).
Cabe destacar que es meramente aparente la contradicción entre las garantías de imparcialidad del tribunal y de juez natural.
Corresponde entonces ponderar entre sí ambos requisitos constitucionales. A tal fin, conviene hacer un repaso de ciertos conceptos.
Se ha dicho que: “los conflictos, en lo que constituye una característica esencial del estado de derecho, no se dirimen en aquella esfera común donde participan los particulares interesados, los conflictos se ponen a consideración, en el ámbito de la justicia, de un tercero imparcial frente a los intereses en conflicto. Este nuevo ámbito está rodeado de garantías específicas que constituyen cualidades intrínsecas de cualquier proceso judicial... ” (Pizzolo, Calogero, Constitución Nacional, comentada, anotada y concordada con la jurisprudencia de los organismos internacionales, Mendoza, Ediciones Jurídicas Cuyo, 2002, página 224, el resaltado me pertenece).
Las garantías generales o comunes que brinda el sistema de derechos humanos son las de la tutela judicial efectiva y la de acceso a la jurisdicción. Esta última implica que el tribunal, entre otras notas, debe ser esencialmente imparcial.
La garantía procesal del juez natural está por consiguiente subordinada a aquella otra y es uno de los dispositivos constitucionales previstos para alcanzar esa necesaria imparcialidad.
Si el juez está designado por ley anterior a los hechos es esperable que sea más imparcial que uno dispuesto con posterioridad y especialmente para el caso, pero el objetivo final de este dispositivo (y de todo el plexo de garantías rituales denominado debido proceso) es el acceso a un tercero imparcial que dirima el conflicto.
Es por ello que, una vez conocida la/s persona/s que encarnan el tribunal competente por ley, se provean los remedios del apartamiento o la exclusión, si median las circunstancias establecidas en la ley u otras que impliquen algún grado de parcialidad, aunque más no sea objetiva e, inclusive, esté prevista la recusación sin causa.
La Corte Suprema ha dejado establecido que el derecho a ser juzgado por los jueces designados por la ley antes del hecho de la causa debe ser entendido como sujeto a la garantía de imparcialidad, reconocida como garantía implícita de la forma republicana de gobierno (Fallos: 327:5863, con cita de Fallos: 125:10 y 240:160).
En suma, la cuestión se reduce a determinar el ideal de imparcialidad alcanzado en la evolución de la interpretación del derecho vigente y cotejar con él la situación bajo análisis. Ello así, dado que, siempre y cuando exista temor de parcialidad, corresponde el desplazamiento del juez natural y, de lo contrario, no.
Resulta partir del concepto de juez imparcial a utilizar. Se ha dicho de aquél que no es parte en el asunto que debe decidir, que lo ataca sin interés personal alguno y con ausencia de prejuicios a favor o en contra de las personas o respecto de la materia (Maier, Julio B. J., Derecho Procesal Penal, Tomo I, Buenos Aires, Editores del Puerto, 1996, página 739).
La garantía está reconocida por los siguientes preceptos de jerarquía constitucional: artículos 19, 58 y 63 de la Constitución Provincial; 18 y 33 de la Constitución Nacional; 10 de la Declaración Universal de Derechos Humanos; XXVI de la Declaración Americana de Derechos y Deberes del Hombre; 14.1 del Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos y 8.1 de la Convención Americana de Derechos Humanos (entre otros).
De dicho ordenamiento extraemos que, junto con los requisitos de competencia e independencia, la imparcialidad en el caso (propiamente dicha), integra los elementos necesarios para el respeto de la más genérica garantía de acceso a la jurisdicción (a la decisión de un tercero imparcial).
Con respecto al elemento mencionado en último término, que es el que aquí nos atañe, el Tribunal Europeo de Derechos Humanos ha iniciado en la jurisprudencia el derrotero de lo que se conoce como imparcialidad objetiva.
En dos pronunciamientos señeros estableció que los tribunales deben inspirar confianza a los ciudadanos en una sociedad democrática y que para ello: “No sólo se debe hacer justicia; también debe ser visto que se la hace” (TEDH, sentencias en casos “Piersack”, del 1/10/82, y “Delcourt”, del 17/1/70, seguidas por numerosos fallos).
Ello nos acerca más al meollo de la cuestión, que radica en excluir el temor de parcialidad (imparcialidad objetiva), además de la imparcialidad subjetiva.
En conclusión, las causales de recusación no deben ser un numerus clausus ni puede limitarse de ninguna manera el derecho de las partes de recusar al juez, que, conforme se expusiera, no es sino la expresión de las esenciales garantías de acceso a la jurisdicción y tutela judicial efectiva. Ello sin perjuicio de que luego puedan o no ser aceptadas las recusaciones planteadas, en base al examen de las características del caso concreto, a fin de determinar la existencia de un fundado temor de parcialidad.
b) defensa en juicio:
El artículo 27 de la CP declara inviolable la seguridad individual, incluyendo con ese carácter, entre otros aspectos, a la defensa en juicio. Esa inviolabilidad de la defensa de la persona y de los derechos en todo proceso administrativo o judicial se reitera como requisito de la tutela judicial efectiva, en el artículo 58 de la CP.
La defensa en juicio, básicamente puede resumirse como el derecho a ser oído por el tribunal imparcial descripto en el parágrafo anterior (artículos 10 de la DUDH, XXVI de la DADDH, 8.1 de la CADH y 14.1 del PIDCP, en función del artículo 21 de la CP y del 75.22 de la CN), con las debidas garantías para una defensa efectiva, algunas de las cuales serán analizadas aquí y las otras en parágrafos siguientes.
Uno de los mecanismos constitucionales para el resguardo del derecho de defensa en juicio es la necesidad de que exista una asistencia técnica del imputado.
Nuestra Constitución lo prescribe expresamente en el artículo 66, donde dice que el encausado debe ser asistido por su defensor al prestar declaración y en forma permanente.
Tal redacción imperativa no deja lugar a dudas acerca de que se trata de un derecho irrenunciable, que se traduce en una obligación para los jueces de proveer a la efectiva asistencia letrada, aun supliendo la inacción del propio justiciable y en forma gratuita si éste carece de recursos (artículo 58 de la CP), sin perjuicio del derecho a la defensa en causa propia, si es que ella no obsta a su eficacia (artículo 62 de la CP). Estas cláusulas constitucionales se complementan con el derecho del inculpado a ser asistido gratuitamente por un traductor o intérprete, si no comprende o habla el idioma del tribunal (artículos 8.2.a de la CADH y 14.3.f del PIDCP, que integran la CP, por reenvío del artículo 21 de la CP y 75.22 de la CN); como así también, en caso de ser extranjero, a ser informado oportunamente de que puede contar con la asistencia consular y permitir la misma (artículo 36 de la Convención de Viena sobre relaciones consulares, del año 1963, que tiene jerarquía superior a las leyes y es aplicable por reenvío de los artículos 21 de la CP y 75.22 de la CN).
Valga aquí reiterar que la vigencia de las garantías procesales penales es irrestricta en el proceso contravencional y, por lo tanto, no obsta a la aplicabilidad del precepto constitucional la circunstancia de que los jueces de paz puedan ser legos (artículo 3, inciso b, de la Ley 887).
En el contexto de aplicación de los ya derogados edictos policiales que regían en el orden federal, se enfatizó que resultaba constitucionalmente imperativo que la autoridad policial asegurara la intervención de un letrado, ya fuera particular o de oficio, en ocasión de notificarse al condenado del pronunciamiento dictado por la citada autoridad, a fin de otorgar a éste la oportunidad de interponer oportunamente el recurso de apelación ante la justicia correccional.
Y se aclaró que no resultaba óbice a tal solución la circunstancia de que, en ocasión de prestar declaración ante la policía, el imputado hubiera manifestado que desistía de nombrar abogado defensor, entre otros motivos, porque en materia penal (cuyos principios se entendieron aplicables al caso) debían extremarse los recaudos que garantizaran plenamente el ejercicio del derecho de defensa, el cual implicaba que quien estuviera sometido a un proceso debía contar con el adecuado asesoramiento legal, asegurándose la realidad sustancial de la defensa en juicio (Fallos: 314:1220, disidencia de los Dres. Cavagna Martínez, Barra, Fayt y Petracchi, ratificado unánimemente por la CSJN en Fallos: 333:1891).
Esa jurisprudencia se basa en la doctrina de la Corte Suprema elaborada en casos penales (cuyas garantías son aplicables a las faltas) que puntualiza que el ejercicio de la defensa debe ser cierto, al punto que se deba suplir la negligencia del imputado en la provisión de defensor, asegurando la realidad sustancial de la defensa en juicio (Fallos: 311:2502 y sus citas: Fallos: 5:459, 192:152, 237:158 y 255:91, entre otros). Se aclaró en dicho precedente que ese requisito no se podía considerar satisfecho con la presencia meramente formal de un defensor oficial, puesto que ello no garantizaba un verdadero juicio contradictorio (Fallos: 311:250, con cita de Fallos: 304:1886 y 308:1386).
En la misma senda, la Corte Suprema ha ratificado últimamente que: “... la garantía de defensa en juicio posee como una de sus manifestaciones más importantes el aseguramiento de una defensa técnica a todo justiciable, manifestación ésta que, para no desvirtuar el alcance de la garantía y transformarla en un elemento simbólico, no puede quedar resumida a un requisito puramente formal, pues no es suficiente en este aspecto con que se asegure la posibilidad de que el imputado cuente con asesoramiento legal, sino que este asesoramiento debe ser efectivo.” (Fallos: 329:4248, 330:3526, entre otros, el resaltado me pertenece; ver también Fallos: 327:5095).
La necesaria intervención de un asesor letrado del imputado, no obsta, sino que implica que deban encausarse y darse trámite a los recursos del imputado interpuestos in forma pauperis, lo que desde antaño ha sido admitido pretorianamente para los privados de la libertad (Fallos 5:459 en adelante) y/o condenados en causas penales (Fallos 320:854).
Otra garantía procesal necesaria para que el derecho de defensa en juicio no sea una mera declamación, es que el imputado cuente con el tiempo y los medios adecuados para la preparación de su defensa y, relacionado con la anterior, también cabe reconocer la necesidad de que el proceso se desarrolle en forma contradictoria (artículos 8.2.c y f de la CADH y 14.3.b y e del PIDCP, aplicables por reenvío de los artículos 21 de la CP y 75.22 de la CN).
Se ha dicho que: “Respecto al tiempo, el acusado necesitará imperiosamente tiempo material para tomar vista del expediente, y por ende, acceder a la prueba base de la acusación obrante en él. En relación con los medios, cabe señalar la desigualdad procesal ‘real’ que existe en un proceso penal ya que el Estado acusador (Ministerio Público) cuenta con recursos humanos, tecnológicos y legales para hacer la investigación e intentar demostrar certeza en relación a la culpabilidad del acusado, fundar su acusación, inclusive ordenando medidas para lograrlo; por su parte, el imputado sólo tiene derecho a pedir al juez la realización de una prueba a su favor, sin imperium para ordenarla” (Maljar, Daniel E., El proceso penal y las garantías constitucionales, Buenos Aires, Ad-Hoc, 2006, pág. 80).
Esa afección al principio de igualdad de armas, que se da en la generalidad de los códigos vigentes (mixtos e incluso acusatorios) fundamentalmente en la etapa de instrucción o investigación preliminar, está expresamente proscripta en nuestra Constitución Provincial cuando enuncia que la instrucción penal debe realizarse en forma contradictoria (artículo 64 de la CP).
Sobre esta garantía también resulta muy explícita y clara la fórmula utilizada en el artículo 14.3.e del PIDCP, que la enuncia como la facultad de “interrogar o hacer interrogar a los testigos de cargo y a obtener la comparecencia de los testigos de descargo y que éstos sean interrogados en las mismas condiciones que los testigos de cargo”, la cual se complementa con la garantía de “disponer del tiempo y de los medios adecuados para la preparación de su defensa” (artículo 14.3.b del PIDCP).
En definitiva, una real igualdad de armas implica que el imputado y su defensor tengan las mismas posibilidades que el acusador para que se produzcan las pruebas de descargo que ofrezcan y de controlar las pruebas de cargo.
            Motivación de la condena:
El artículo 238 de la CP dispone, sin hacer excepción alguna, que las sentencias deben ser motivadas, bajo pena de nulidad.
La Justicia de Paz, como integrante del Poder Judicial no puede quedar al margen de dicha prescripción.
Más allá de la ineludible manda constitucional, lo cierto es que toda decisión (de cualquier poder público) debe tener uno o más motivos que la determinen, si es que no es producto del mero arbitrio o capricho.
La motivación no es más que la expresión por escrito de tales causas de una resolución, por lo cual no es necesario que el juez sea letrado para poder cumplir con ese requisito.
Concretamente, cualquiera tiene la posibilidad de dar cuenta de las pruebas y reglas de sana crítica aplicadas (principios lógicos y máximas de experiencia) que determinan la decisión de condena. No son necesarios mayores conocimientos de derecho que los que están en la esfera del lego, que sabe qué está prohibido, qué permitido y qué acciones están reprimidas por el orden jurídico.
            Estado de inocencia:
El primer requisito que enumera el artículo 63 de la CP, al describir el debido proceso, es que: “Ningún habitante de la Provincia puede ser penado sin juicio previo”.
En dicha norma está implícita la conocida “presunción de inocencia” desde que sin el juicio previo que demuestre la culpabilidad, los habitantes de la Provincia mantienen su estado de inocencia y, por ende, no pueden ser penados.
En la DUDH que integra el texto constitucional (artículo 21 de la CP) queda explícitamente reconocido que: “Toda persona acusada de delito tiene derecho a que se presuma su inocencia mientras no se pruebe su culpabilidad” (artículo 11.1 de l DUDH).
También se encuentra formulaciones expresas de esta garantía en los tratados internacionales, cuyos derechos y garantías son reconocidos dentro de la Constitución Provincial por la vía del artículo 21 de ésta y el 75.22 de la CN.
Así, se puede mencionar el artículo XXVI de la DADDH, el artículo 14.2 del PIDCP, el artículo 8.2 de la CADH y el artículo 40.2.b.i de la CDN.
El primer y lógico corolario de la presunción de inocencia es que pese sobre quien ejerce el rol de acusador la carga de probar la culpabilidad de un imputado y no sobre éste la de demostrar su inocencia. Con lo cual, ante la falta de elementos para alcanzar la certeza sobre la culpabilidad, persiste el estado de inocencia y, en consecuencia, debe absolverse.
Así tiene dicho este Cuerpo que rigen para el ejercicio del ius puniendi: “los principios de legalidad y presunción de inocencia, de los cuales se desprende el requerimiento de que las respectivas sanciones se funden en la certeza de la existencia del presupuesto fáctico recogido por la norma sancionatoria.” (cfr. Acuerdo N° 1369/07, en autos “Vázquez González”).
Cabe citar que: “El estado de inocencia es un concepto referencial que sólo toma sentido cuando existe alguna posibilidad de que una persona pueda ser declarada culpable al ingresar al foco de atención de las normas procesales. Ese status básico es el que debe ser destruido en el momento de la sentencia condenatoria. Esta presunción es una barrera impeditiva frente a los abusos de poder que se producen si la actividad acusatoria pudiera tomar como base las meras sospechas, o si los ciudadanos se vieran permanentemente obligados a demostrar su inocencia.” (Maljar, El proceso penal..., ya citado, pág. 194).
La exigencia de certeza para el dictado de una sentencia condenatoria se resume en la expresión latina in dubio pro reo.
Como consecuencia de lo expuesto, el estado de inocencia solamente cede frente a la sentencia condenatoria, una vez que ésta adquiere firmeza por haberse agotado los recursos posibles contra ella.
Lo dicho significa que los recursos que se interpongan contra la sentencia condenatoria siempre deben tener efecto suspensivo, pudiéndose ejecutar la condena únicamente cuando quede firme, ya que antes de eso puede ser revocada por alguna de las instancias revisoras. De lo contrario, se estaría penando a alguien cuyo estado de inocencia todavía no habría sido desvirtuado, lo cual es presupuesto necesario de toda pena, conforme ya fuera expuesto.
Otro corolario de la presunción de inocencia es que la regla antes de la condena firme sea la libertad del imputado, la cual solamente podría ser restringida como medida cautelar, durante un plazo razonable, en caso de que la sanción amenazada por la norma sea privativa de la libertad (cfr. artículo 65 de la CP) y que se demuestren los demás presupuestos de toda cautelar, cuales son el peligro en la demora y la verosimilitud del derecho.
El peligro en la demora se traduce en el campo del derecho penal en la existencia de elementos suficientes para presumir que el imputado, estando en libertad, intentará eludir la acción de la justicia o entorpecer la investigación mediante la destrucción u ocultamiento de pruebas.
La necesidad de verosimilitud en el derecho está expresada en el ya aludido artículo 65 de la CP, cuando se establece que: “Nadie puede ser detenido sin que preceda indagación sumaria de la que surja semiplena prueba o indicio vehemente de un hecho que merezca pena corporal”, salvo el caso de flagrancia en la comisión del ilícito (que de por sí configura un indicio vehemente de culpabilidad).
En consonancia con lo antes expresado, se ha dicho que: “La presunción de inocencia encuentra una manifestación concreta en el instituto de la ‘libertad procesal’ durante el proceso penal (también denominado eximición de prisión o excarcelación). Éste puede definirse como el derecho que tiene toda persona a su libertad corporal y ambulatoria mientras una sentencia firme no haga cesar su presunción de inocencia. La privación precautoria de esa libertad sólo debe motivarse en suficientes razones preventivas y cautelares que guarden relación con el fin del proceso penal y el descubrimiento de la verdad.” (Pizzolo, Op. cit., pág. 266, adonde además se cita sobre el tema a la CorteIDH, caso “Suárez Rosero”, sentencia del 12 de noviembre de 1997, Serie C, n° 35, párrafo 77).
            Prohibición de autoincriminación coactiva:
Nuestra Constitución contiene una amplia garantía en este aspecto. En primer lugar establece prohibición de obligar a alguien a declarar contra sí mismo (artículo 63 de la CP), que resulta similar a la surgida de los artículos 18 de la CN, 8.2.g y 8.3 de la CADH, 14.3.g del PIDCP (aplicables por reenvío del artículo 21 de la CP).
Pero, además añade que queda “rigurosamente prohibida toda incomunicación o cualquier otro medio que tienda a ese objeto obtener la autoincriminación” (artículo 63 in fine de la CP).
Vinculada a este tema se encuentra la cláusula constitucional del artículo 66 que establece que el imputado debe ser asistido por su defensor al prestar declaración y en forma permanente y que las declaraciones del imputado tomadas por la policía carecen de valor probatorio en su contra.
De esta manera, en el texto de la Carta Magna provincial se hallan de manera expresa, que avienta cualquier duda, las garantías contra la autoincriminación coactiva que en muchos casos la doctrina y la jurisprudencia fueron derivando como contenidas implícitamente en la genérica prohibición de declarar contra sí mismo que contienen el artículo 18 de la CN y otros tratados de derechos humanos.
Está claro que la declaración del imputado no es un medio de prueba, sino el ejercicio del derecho de defensa. Tratándose, por ende, de una facultad del acusado, es lógico que no se deriven consecuencias ni presunciones en su contra si se abstiene de declarar.
En ese sentido se ha dicho que: “A nivel doctrinario se puede decir que ya nadie discute que la indagatoria (cuyo nombre evidencia ser un instrumento de investigación típico en los sistemas inquisitivos) es un medio de defensa material.” (Superti, Héctor C., “La declaración del imputado como elemento de cargo”, en Suplemento de Jurisprudencia Penal de la revista La Ley, 6 de mayo de 1996, el resaltado es propio).
También se ha afirmado que: “Un sistema procesal respetuoso de las garantías individuales e identificado con los principios del acusatorio, debería valorar la declaración del imputado con especial cuidado y atención, y dentro de lo posible, construir la certidumbre prescindiendo de ésta (salvo que los dichos del imputado sean de descargo).” (Juliano, Op. cit., pág. 32).
Un corolario lógico de que la declaración del imputado sea un medio de defensa y no un medio de prueba, es la exigencia de una comunicación previa, detallada, en un idioma que comprenda y sin demoras al inculpado de la acusación formulada y de las pruebas de cargo (cfr. artículos 8.2.b de la CADH y 14.3.a del PIDCP, que integran la CP, por reenvío del artículo 21 de la CP y 75.22 de la CN).
Para finalizar este asunto, cabe enfatizar que: “El sospechado de culpabilidad en la comisión de un delito no puede ser obligado a proporcionar pruebas que lo incriminen, aun cuando a consecuencia de esta prerrogativa pueda correrse el peligro de que el delito quede impune” (Pizzolo, Op. cit., pág. 272, el resaltado me pertenece).
Este Cuerpo se ha pronunciado sobre la cuestión y, además de recordar el contenido de las ya repasadas garantías constitucionales contra la autoincriminación coactiva, ha hecho propio el criterio del Tribunal Superior de Justicia de la Provincia de Córdoba, al sostener que: “Es tan ilegal la confesión policial directa que entra oblicuamente al debate mediante la declaración testimonial del policía que la recibió, como la confesión policial indirecta que, junto en el ‘llamado en codelincuencia’ entran de esa forma” (Acuerdo N° 11/1998 del registro de la Secretaría Penal, ver también Acuerdo N° 20/97 de la misma Secretaría in re “Valdebenito”).
f) Notificaciones obligatorias:
Bajo este título se engloban un plexo de garantías que rigen para el caso de que alguien sea detenido.
En primer lugar, el artículo 65, segundo párrafo, de la CP prescribe que todo detenido debe ser “puesto a disposición del juez competente, conjuntamente con los antecedentes del caso, dentro de las veinticuatro (24) horas de su arresto; en caso contrario recuperará su libertad. Con la detención de una persona se labrará un acta que será firmada por ella misma si es capaz, y donde se le comunicará la razón del procedimiento, el lugar donde será conducida y el magistrado que interviene. El hecho que afecte la integridad personal, la seguridad o la honra del detenido será imputable a sus aprehensores o a las autoridades, salvo prueba en contrario.” (cfr. artículo 65 de la CP y artículos 7 de la CADH y 9 del PIDCP, aplicables en virtud del artículo 21 de la CP).
Además, a fin de no tornar ilusorias las garantías procesales y del debido contralor de su irrestricto respeto, las mismas deben ser notificadas al detenido y las autoridades encargadas de la detención deben comunicar el arresto inmediatamente al juez competente. Asimismo, se debe permitir al detenido que dé inmediato aviso a un familiar o persona de su elección y/o a un abogado de su confianza o, en su defecto, debe hacerlo la autoridad (cfr. CorteIDH, caso “Bulacio”, sentencia del 18 de septiembre de 2003).
Como fuera expresado al principio, la enumeración de garantías que aquí se hizo no pretende ser exhaustiva y obviamente que se ha hecho sin perjuicio de la irrestricta vigencia de otras que explícita o implícitamente surgen de la Constitución Provincial, la Constitución Nacional o las convenciones sobre derechos humanos, entre las que se pueden mencionar: la proscripción de la doble persecución por un mismo hecho, prescriptibilidad de la acción, duración razonable del proceso y de la detención cautelar, recurso contra la sentencia condenatoria, inviolabilidad del domicilio y de los papeles privados, juicio público, etcétera.
X.2.- Principios del derecho penal
a) Reserva:
En primer lugar, doy por reproducidas aquí las consideraciones efectuadas al definir el concepto de moralidad pública, en el apartado en el que se trató sobre la competencia legislativa provincial.
Sobre este tópico no se puede prescindir del repaso de las definiciones del Dr. Petracchi en el caso “Bazterrica” (Fallos: 308:1392), a las cuales la Corte Suprema recientemente recurrió cuando le tocó definir las “acciones privadas” previstas en el artículo 19 de la Constitución Nacional (cfr. Fallos: 332:1963).
Expuso allí el mencionado Magistrado que: “...este último precepto [artículo 19 de la CN] está tomado —en redacción que pertenece al primer Rector de la Universidad de Buenos Aires, Presbítero Antonio Sáenz (conf. Sampay, Arturo E., “La filosofía jurídica del art. 19 de la Constitución Nacional”, Cooperadora de Derecho y Ciencias Sociales, Bs. As., 1975, página 12 y ss.)— del art. 5°, de la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano de 1789. La prescripción de tal norma expresa la base misma de la libertad moderna, o sea, la autonomía de la conciencia y de la voluntad personal.” (Fallos: 308:1392, voto del Dr. Petracchi).
Añadió que: “Conviene recordar la síntesis acuñada en el siglo pasado por Cooley cuando define el derecho de privacidad como el ‘derecho a ser dejado a solas’, fórmula ya clásica que significa que la persona goza del derecho de ser dejada a solas por el Estado —no por la religión, la moral o la filosofía— para asegurar la determinación autónoma de su conciencia cuando toma las decisiones requeridas para la formación de su plan de vida en todas las dimensiones fundamentales de ella, plan que le compete personalísimamente y excluye la intromisión externa y más aún si es coactiva. Sólo razones que demostraren, en base a muy rigurosos juicios, que se encuentra en juego la convivencia social pacífica, admitirían por vía excepcional la intromisión estatal en esa dimensión individual.” (Fallos: 308:1392, voto del Dr. Petracchi).
Explicó que: “... el art. 19 de la Constitución Nacional establece el deber del Estado de garantizar, y por esta vía promover, el derecho de los particulares a programar y proyectar su vida según sus propios ideales de existencia, protegiendo al mismo tiempo, mediante la consagración del orden y la moral públicos, igual derecho de los demás.” (Fallos: 308:1392, voto del Dr. Petracchi).
En otro fallo, la CSJN, ha enfatizado que: “En un estado, que se proclama de derecho y tiene como premisa el principio republicano de gobierno, la constitución no puede admitir que el propio estado se arrogue la potestad —sobrehumana— de juzgar la existencia misma de la persona, su proyecto de vida y la realización del mismo.” (Fallos: 329:3680).
No queda mucho más que decir, sin embargo puede agregarse que la interpretación que se haga del ámbito de reserva que resguarda el artículo 19 de la Constitución Nacional depende directamente de la concepción filosófico política que subyace a cualquier análisis sobre el tópico.
En efecto, la opinión que se esgrima sobre el alcance de “la autoridad de los magistrados” es la que sirve para trazar el límite infranqueable de la libertad individual. Dónde se sitúe dicha frontera depende, a mi entender, de nociones más amplias que se tengan sobre la política que explícita o implícitamente se ven involucradas en ese debate. Ello aunque muchas veces los propios expositores nieguen ese hecho o la abstracción con que se aborda la discusión no permita entrever la idea de aquéllos sobre la extensión del ámbito de privacidad.
De uno y otro lado quedarán situados quienes consideren que hay ciertos principios universales cuya observancia se impone a la consecución del orden público y quienes, por el contrario, otorguen prelación a los objetivos del Estado por sobre la idea de individuo como centro de imputación de derechos.
Este Tribunal claramente se enrola en la primera de dichas posturas por entender que ha sido esa concepción liberal de los derechos humanos la que ha presidido la conformación de nuestra Nación como Estado, cuyo fin último es justamente resguardar y brindar las condiciones necesarias para la libre y plena realización de sus habitantes.
b) Legalidad formal:
Es uno de los principios informadores del derecho penal y exige que la ley formal describa la conducta delictiva y establezca la sanción que podrá aplicarse en su caso. Este principio está genéricamente contemplado en el artículo 23 de la CP (19 de la CN), en cuanto establece que nadie podrá ser obligado a hacer lo que la ley no manda ni privado de lo que ella no prohíbe, y recibe en materia sancionatoria una expresa reformulación en el artículo 63 de la CP (18 de la CN), al establecer que ningún habitante de la Provincia puede ser penado sin juicio previo fundado en ley anterior al hecho del proceso (cfr. García Pullés, Fernando, “La distinción entre delitos y faltas. El régimen jurídico circundante: una nueva y acertada doctrina de la Corte” en Suplemento de derecho administrativo de Jurisprudencia Argentina, Buenos Aires, LesisNexis, 2006-III, pág. 11).
En cuanto a la materia contravencional, expresamente se atribuyó a la Legislatura Provincial la potestad de sancionar el Código de Faltas (artículo 189.16 de la CP).
El Dr. Marienhoff expuso sobre el tópico que: “La pena de policía -aplicable a una contravención-, al implicar un menoscabo a la libertad individual o a la propiedad privada, de acuerdo con el ‘principio general’ contenido en el artículo 18 de la Constitución Nacional, debe surgir de una ‘ley’ anterior al hecho, pues la pena de policía, lo mismo que la pena del derecho penal substantivo, asiéntase en el dogma ‘nullum crimen nulla poena sine lege’. Trátase de la ley ‘formal’, que, según los supuestos, puede emanar del Congreso Nacional o de las legislaturas provinciales. Las autoridades administrativas, nacionales o provinciales, cualquiera sea su jerarquía o rango, carecen de imperio para configurar o crear figuras contravencionales o faltas. Tal configuración o creación debe ser, indefectiblemente, obra del legislador: el Poder Ejecutivo -y con mayor razón sus subordinados- tan sólo podrá reglamentar esa ley, a los efectos de su ejecución o cumplimiento, pero cuidando siempre de no alterar su espíritu.” (Marienhoff, Miguel S., Tratado de Derecho Administrativo, 1997, Abeledo-Perrot, Tomo IV, parág. 1547).
Así la Corte Suprema de la Nación en el fallos “Mouviel” ha dejado sentado que en el sistema representativo republicano de gobierno adoptado por la Constitución y que se basa en el principio de la división de los poderes, el legislador no puede delegar en el Poder Ejecutivo o en reparticiones administrativas la total configuración de los delitos ni la libre elección de las penas pues ello importaría la delegación de facultades que son por esencia indelegables. Tampoco puede el Poder Ejecutivo, so pretexto de facultad reglamentaria, sustituirse al legislador y dictar, en rigor, la ley previa que requiere el art. 18 de la Constitución (Fallos: 237:636).
Cabe entonces enfatizar que la exigencia de la legalidad formal tiene dos sentidos. La ley anterior¨ de los artículos 63 de la CP y 18 de la CN y el principio nullum crimen nulla poena sine lege, exigen indisolublemente la doble precisión por la ley de los hechos punibles y de las penas a aplicar (Fallos: 237:636).
En consecuencia, va en desmedro de la legalidad formal que se le otorgue al juez contravencional un catálogo de sanciones posibles para que elija discrecionalmente la que va a aplicar. Al menos, si se quiere dejar librada cierta discrecionalidad, para cada infracción se debe establecer un máximo de sanción permitido, para que el juez pueda inclusive eximir de pena, pero nunca aplicar una sanción desproporcionada a la gravedad del ilícito (o sea, mayor al máximo estipulado expresamente según ese parámetro para cada falta).
Ello porque la ponderación, hasta donde lo permita la formulación de normas abstractas, debe ser efectuada por el legislador y no diferida al juez, porque la ley es anterior al hecho y la sentencia es posterior, es decir, justamente la ley se formula en general ex ante mientras que la sentencia se aplica a personas concretas ex post facto y esto la hace más permeable a arbitrarias desigualdades.
En el mismo sentido, se ha dicho que: “... la culpabilidad es susceptible de graduación frente a un mismo hecho de acuerdo con las características personales de cada individuo —su capacidad de motivarse en la norma, la exigibilidad de una conducta diferente, su nivel de vulnerabilidad social, etcétera—, la existencia de mínimos fijos en las escalas penales implican una presunción contraria a la naturaleza misma de este principio, el cual no puede ser tasado en forma previa y abstracta (...) Por el contrario, sí encuentra plena justificación y validez la existencia de topes máximos en las escalas punitivas, los que constituyen el límite que el legislador se encuentra autorizado a establecer al poder punitivo, más allá de lo cual su ejercicio se torna irracional” (Juliano, Op. cit., págs. 12/13).
c) Tipicidad:
El principio de legalidad reconocido en el artículo 63 de la CP, tiene su complemento necesario en la exigencia de tipicidad normativa, o sea que la acción incriminada esté determinada en la ley de la forma más precisa posible, que se debe interpretar de acuerdo con lo previsto en el artículo 64 de la CP, que prescribe que: “Los jueces no podrán ampliar por analogía incriminaciones legales ni interpretar extensivamente la ley en perjuicio del imputado”.
Expone el Dr. Zaffaroni que: “Aunque la ley penal se expresa en palabras y éstas nunca son totalmente precisas, no por ello debe despreciarse el principio de legalidad, sino que es menester exigir al legislador que agote los recursos técnicos para otorgar la mayor precisión posible a su obra. De allí que no baste que la criminalización primaria se formalice en una ley, sino que la misma debe hacerse en forma taxativa y con la mayor precisión técnica posible” (Zaffaroni y otros, Op. cit., pág. 116).
Cabe citar, en el mismo sentido, que: “... se comprendió que no había sanción discrecional posible, por la necesidad de su previsión legal y por su referencia necesaria a un supuesto de hecho específico, que, en su mayor indefinición posible, siempre sería delimitable como un concepto jurídico indeterminado; la conducta sancionable no puede ser cualquiera, obviamente, sino que ha de ser una perfectamente tipificada, al menos para que los ciudadanos puedan conocer con alguna seguridad el ámbito de lo lícito y de lo sancionable.” (García de Enterría y Fernández, Curso de derecho administrativo, ya citado, pág. 167).
Añadieron los doctrinarios españoles que: “La tipicidad es, pues, la descripción legal de una conducta específica a la que se conectará una sanción administrativa. La especificidad de la conducta a tipificar viene de una doble exigencia: del principio general de libertad, sobre el que se organiza todo el Estado de Derecho, que impone que las conductas sancionables sean excepción a esa libertad y, por tanto, exactamente delimitadas, sin ninguna indeterminación (y delimitadas, además, por la representación democrática del pueblo a través de las Leyes: STC 137/1997); y, en segundo término, a la correlativa exigencia de la seguridad jurídica (art. 9.°.3 de la Constitución), que no se cumpliría si la descripción de lo sancionable no permitiese un grado de certeza suficiente para que los ciudadanos puedan predecir las consecuencias de sus actos (lex certa).” (García de Enterría y Fernández, Op. cit., págs. 177/178; ver también Juliano, Mario Alberto, Op. cit., página 15).
La Corte Interamericana de DDHH entiende que: “en la elaboración de los tipos penales es preciso utilizar términos estrictos y unívocos, que acoten claramente las conductas punibles, dando pleno sentido al principio de legalidad penal. Este implica una clara definición de la conducta incriminada, que fije sus elementos y permita deslindarla de comportamientos no punibles o conductas ilícitas sancionables con medidas no penales. La ambigüedad en la formulación de los tipos penales genera dudas y abre el campo al arbitrio de la autoridad, particularmente indeseable cuando se trata de establecer la responsabilidad penal de los individuos y sancionarla con penas que afectan severamente bienes fundamentales, como la vida o la libertad. Normas como las aplicadas en el caso que nos ocupa, que no delimitan estrictamente las conductas delictuosas, son violatorias del principio de legalidad establecido en el artículo 9 de la Convención Americana (cfr. Caso Castillo Petruzzi y otros, supra nota 12, párr. 121, y Caso Lori Berenson, supra nota 12, párr. 125). Asimismo, el Tribunal ha resaltado que las leyes que prevean restricciones ‘deben utilizar criterios precisos y no conferir una discrecionalidad sin trabas a los encargados de su aplicación’ (Cfr. Caso Ricardo Canese, supra nota 44, párr. 124.)” (CorteIDH caso Kimel, sentencia del 2 de mayo de 2008).
Del principio de legalidad y específicamente del de tipicidad aquí tratado se desprende la prohibición de analogía in peius.
El Dr. Zaffaroni expone que: “Si por analogía se entiende completar el texto legal, en forma que considere prohibido lo que no prohíbe o lo que permite, reprochable lo que no reprocha o, en general, punible lo que no pena, basando la decisión en que prohíbe, no justifica, reprocha o pena conductas similares o de menor gravedad, este procedimiento de interpretación queda absolutamente vedado del campo de elaboración jurídica del derecho penal, porque la norma tiene un límite lingüísticamente insuperable, que es la máxima capacidad de la palabra (...) Como el derecho penal provee mayor seguridad jurídica cuanto más discontinuo es el ejercicio del poder punitivo que habilita, es la misma seguridad jurídica que requiere que el juez acuda a la analogía en el derecho civil, la que exige que aquí se abstenga de ella” (Zaffaroni y otros, Op. cit., pág. 118).
Asimismo, el jurista citado indica que, con el mismo objeto de respetar el ámbito punitivo demarcado por el legislador (tipicidad), se debe interpretar restrictivamente la norma penal.
Así, explica que: “... dentro del alcance semántico de las palabras legales puede haber un sentido más amplio para la criminalización o uno más limitado o restrictivo. Las dudas interpretativas de esta naturaleza deben ser resueltas en la forma más limitativa de la criminalización. Se trata de la misma razón que da origen al principio procesal in dubio pro reo (...) ambas consecuencias (in dubio pro reo e interpretación restrictiva) se desprenden de la excepcionalidad de la criminalización primaria.” (Zaffaroni y otros, Op. cit., pág. 119).
Por otra parte, la exigencia de máxima taxatividad en la redacción de los tipos penales (tipicidad) se ve vulnerada, por caso, cuando el legislador redacta los denominados tipos abiertos.
Los tipos abiertos son aquellos que recurren a terminologías vagas, imprecisas, difusas y ambiguas a la hora de definir su contenido (mujer honesta, la moralidad, el orden público, etcétera), de tal manera que dejan completamente librado al intérprete el proceso de subsunción (adecuación del hecho al texto de la ley), pudiendo depender de la formación de cada operador que una conducta sea delictiva o no lo sea, lo que —como es obvio— atenta contra la seguridad jurídica que debe proporcionar un Estado de derecho (Juliano, Op. cit., página 16).
Otra situación que contradice el principio de tipicidad penal es el recurso a tipos de autor, en lugar de tipos de acto.
Se describe que: “El derecho penal de acto es el esfuerzo del estado de derecho por reducir y limitar el poder punitivo de autor. El derecho penal de autor es la renuncia a este esfuerzo y su expresión más grosera es el tipo de autor, es decir, la pretensión de que el tipo legal mismo capte personalidades y no actos, prohíba ser de cierto modo, en lugar de prohibir la realización de ciertas acciones conflictivas (cfr. Ferrajoli, Derecho y Razón). En consecuencia, la racionalización de tipos de autor es el signo más burdo de la claudicación del derecho penal, o sea, su inversión y puesta el servicio del estado de policía” (Zaffaroni y otros, Op. cit., pág. 443).
Los tipos de autor han surgido como producto de teorías de la peligrosidad predelictual, ya perimidas. Sin embargo, los frutos normativos de tales teorizaciones persisten en la actualidad —como verdaderas rémoras de primitivismo— exteriorizaciones punitivas que centran la responsabilidad en las características personales del individuo o en su supuesta “peligrosidad” —tal el caso de la contravencionalización de prostitutas, homosexuales, travestis, vagos, mendigos, sospechosos, etcétera— (Juliano, Mario Alberto, Op. cit., página 11; ver también Zaffaroni y otros, Op. cit., pág. 69).
En una completa obra pionera en la crítica de la teoría del estado peligroso, Sebastián Soler hace una exposición de sus conceptos para refutarlos, en la época en que todavía la mentada teoría tenía vigencia, basada en la concepción cientificista jurídico-penal positivista de la defensa social, que ha sido abandonada hace tiempo en el ámbito doctrinario.
Allí Soler repasaba los argumentos de los defensores de dicha teoría para sostener su aplicación predelictual y citaba que: “... Adolfo Prins en términos que no podemos menos que transcribir. ‘En general, dice, el peligro social resulta de la criminalidad. No obstante se le puede concebir antes del crimen. Degenerados, insuficientes, incompletos, anormales profundos, patentizan que son peligrosos cuando se han convertido en criminales. Pero, aun quedando fuera de la criminalidad, constituyen una amenaza para ellos mismos y para los demás, porque, entregados a sus propias fuerzas, son incapaces de seguir una vida regular y se hacen tanto más inquietantes cuanto más jóvenes son y más abandonados están’” (Soler, Sebastián, Exposición y crítica de la teoría del estado peligroso, Buenos Aires, Valerio Abeledo editor, 1929, página 65).
Así describe el que denomina método intervencionista de prevención del delito: “...consistente en el intento de impedir el delito, actuando no ya sobre los datos suministrados por los grandes números, sino concretamente sobre el individuo que aún no ha delinquido, considerándolo comprendido en la fórmula del estado peligroso. Este procedimiento era mirado por Ferri un tanto despectivamente porque ‘emplea en la mayoría de las veces medios de constricción directa, que, siendo de naturaleza represiva, han sido ya empleados sin éxito y frecuentemente no logran más que provocar nuevos delitos.” (Soler, Op. cit., pág. 72).
Del párrafo transcripto surge la cita de Enrique Ferri, quien aun habiendo sido uno de los principales expositores de la teoría que se critica, reconocía la ineficacia para la prevención del delito de la aplicación de sanciones penales a estados “peligrosos” predelictuales.
La Corte Suprema lleva dicho que: “La idea de un estado de derecho que imponga penas a los delitos es clara, pero la de un estado policial que elimine a las personas molestas no es compatible con nuestra Constitución Nacional. Se trata de una genealogía que choca frontalmente con las garantías de nuestra ley fundamental, en la que resulta claro que esa no puede ser la finalidad de la pena, sino sancionar delitos y siempre de acuerdo con su gravedad (...) la peligrosidad, tomada en serio como pronóstico de conducta, siempre es injusta o irracional en el caso concreto, precisamente por su naturaleza de probabilidad, pero cuando la peligrosidad ni siquiera tiene por base una investigación empírica, carece de cualquier contenido válido y pasa a ser un juicio arbitrario de valor, que es como se maneja en el derecho penal.”” (Fallos: 329:3680, con cita de CorteIDH, Serie C N° 126 caso Fermín Ramírez contra Guatemala, sentencia del 20 de junio de 2005).
            Lesividad:
Se trata de una manifestación del principio de reserva, que proscribe la ingerencia estatal sobre actos que no perjudiquen a terceros ni afecten el orden y la moral pública (artículo 23 de la CP).
Por consiguiente, a este apartado son aplicables todas las consideraciones que se hicieran al delimitar el concepto de moral pública y al desarrollar el principio de reserva, al criticar el peligrosismo, todas las cuales se dan por reproducidas.
Expone el Dr. Juliano que: “... así como para que se criminalice una conducta debe existir un bien jurídicamente relevante previamente reconocido por la ley, para que constitucionalmente se pueda habilitar el poder punitivo estatal debe haberse verificado una lesión —o al menos puesta en peligro, concreta y tangible— al bien jurídico contenido en el delito o contravención respectivo. Esto es lo que se denomina principio de lesividad” (Juliano, Op. cit., pág. 20).
Hechas ya las remisiones a los temas que se vinculan al principio de lesividad que ya han sido tratados en parágrafos anteriores, puede aquí añadirse alguna digresión en torno de las normas contravencionales que sancionan meras intenciones o actos preparatorios de un hipotético ilícito, cuya ejecución aún no ha comenzado.
Explica el Dr. Zaffaroni que: “Desde la decisión como producto de la imaginación del autor hasta el agotamiento de la ejecución del delito, tiene lugar un proceso temporal —sólo parcialmente exteriorizado— que se denomina iter criminis. Con ello se quiere significar el camino jalonado por el conjunto de momento que se suceden cronológicamente en la dinámica del delito: concepción, decisión, preparación, comienzo de ejecución, culminación de la acción típica, acontecer del resultado típico y agotamiento del hecho. En realidad, el desarrollo del delito constituye un proceso continuo o una dinámica ininterrumpida, en la que se pueden distinguir estos momentos y otros más, aun cuando ónticamente no hay límites tajantes en un proceso ascendente hacia la lesión de un derecho (...) por elementales razones de seguridad jurídica el tipo sólo puede tomar en cuenta algunos segmentos temporales para prohibir, mientras que todos los restantes que no sean expresivos de una proximidad con la lesión, carecen de trascendencia (...) Como regla orientadora general, (a) deviene evidente que las etapas que tienen lugar en el fuero interno del sujeto no pueden ser nunca alcanzadas por la tipicidad, acorde al elemental principio de Ulpiano cogitationis poenam nemo patitur [nadie debe ser castigado por sus pensamientos]; (b) y pese a que trascienda a lo objetivo y exceda el ámbito de la mera manifestación de deseo o propósito, tampoco es punible la parte de la conducta inmediatamente precedente a la ejecución misma, es decir, la preparación. Con ello queda claro que la limitación a la prohibición se impone a cualquier momento no exteriorizado en actos, y a aquellos que, aun exteriorizados activamente, no conllevan un peligro o riesgo para un libertad básica, lo que alcanza a las modalidades típicas que como anticipaciones atrapan actos preparatorios por medio de adelantamientos prohibidos.” (Zaffaroni y otros, Op. cit., págs. 810/811, el resaltado es propio).
Sin embargo, han existido —y persisten en la actualidad— distintos impulsos, de diferente intensidad, más o menos deliberados, destinados a adelantar la “línea punitiva” (la frontera que separa la licitud de la ilicitud) a estados predelictuales (donde aún no existe conducta típica ni daño a los bienes jurídicos), ignorando para ello el necesario presupuesto de la lesividad (Juliano, Op. cit., pág. 21).
En ese sentido, el doctrinario ejemplifica con: “... la proliferación de los tipos penales —también contravencionales— de peligro abstracto donde, a diferencia de los delitos de resultado, la conducta criminalizada se encuentra referida a riesgos futuros, hipotéticos y potenciales la que, eventualmente, sólo puede ser caracterizada como realizadora de meros actos preparatorios, los cuales tradicionalmente han resultado impunes para nuestro orden jurídico (...) situaciones momentáneamente lícitas, que pueden o no devenir en hechos ilícitos... ” (Juliano, Op. cit., pág. 22).
Para culminar, como ya fuera aclarado en el caso de las garantías procesales, corresponde dejar sentado que los principios penales que aquí fueron tratados no agotan el catálogo de los que rigen la elaboración de normas sancionatorias, su interpretación y aplicación. Por nombrar algunos de los que deben también ser trasladados a la legislación contravencional, puede mencionarse los principios de: culpabilidad, proporcionalidad, aplicación de la ley más benigna, ne bis in idem, etcétera.
XI.- Análisis en particular de las normas impugnadas
XI.1.- Artículo 24:
La norma del Código de Faltas dice que el oficial de policía “escuchará al imputado, previo hacerle conocer que puede abstenerse de declarar sin que ello lo perjudique”.
Sobre el tópico cabe hacer remisión al análisis desarrollado en el apartado que trató acerca de la proscripción de la autoincriminación coactiva.
Corresponde agregar aquí que la declaración del imputado, que es la concreción de su derecho a ser oído, debe ser observada como un puro acto de defensa y no como un medio de prueba, por lo cual debe estar rodeada de las mayores garantías para aventar cualquier posibilidad de que se intente obtener del imputado la confesión o el señalamiento de elementos de cargo a través de algún tipo de coacción física o psíquica.
De tal forma, el ámbito de una dependencia policial o la recepción de la declaración por parte de un oficial de policía no satisfacen la garantía constitucional, ya que no aseguran la plena libertad y carencia total de coerción en quien depone bajo tales condiciones.
En el mismo sentido cabe citar los precedentes de este Tribunal en autos “Valdebenito” y “Paz” (Acuerdos N° 20/1997 y 11/1998 del registro de la Secretaría Penal).
Desde dicha perspectiva la norma bajo examen, en cuanto estipula, como una diligencia integrante del proceso de faltas, que los oficiales de policía reciban declaración al acusado, no garantiza suficientemente que no se transgreda la prohibición constitucional de que la confesión directa o indirecta del acusado sea lograda bajo coerción ni permiten un libre ejercicio del derecho a ser oído.
Sin perjuicio de lo dicho, es preciso aclarar que la eliminación de este acto procesal no debe redundar en que no se cumpla la exigencia constitucional de una comunicación previa, detallada, en un idioma que comprenda y sin demoras al inculpado de la acusación formulada y de las pruebas de cargo (cfr. artículos 8.2.b de la CADH y 14.3.a del PIDCP, que integran la CP, por reenvío del artículo 21 de la CP y 75.22 de la CN).
Dicha diligencia debe incluir el labrado del acta prevista en el artículo 65 de la CP, en la cual se le comunique al detenido la razón del procedimiento, el lugar donde será conducido, el juez que interviene. Como así también, se deben producir las comunicaciones inmediatas de la detención al juez competente y a un familiar, persona de confianza o abogado del imputado.
Finalmente, vale reiterar que el detenido debe ser puesto a disposición del juez competente dentro de las 24 horas de su arresto o, de lo contrario, ser puesto en libertad (artículo 65 de la CP).
Recapitulando, corresponde acoger la pretensión declarativa de inconstitucionalidad de la siguiente frase del articulo 24 del Código de Faltas: “y escuchará al imputado, previo hacerle conocer que puede abstenerse de declarar sin que ello lo perjudique”.
XI.2.- Artículo 43
El artículo impugnado prohíbe la declaración como testigos de los cónyuges, ascendientes, descendientes o hermanos de los contraventores.
Cabe adelantar que la norma constituye una restricción inconstitucional del derecho de defensa, ya que la Carta Magna proscribe que los parientes mencionados declaren en contra del imputado, pero no a su favor.
De manera que la limitación de la prueba de testigos efectuada en la norma impugnada va más allá de la cláusula constitucional en desmedro de los elementos de descargo con los que cuenta el imputado.
Cierto es que el valor de convicción de los testimonios de los parientes incluidos en el dispositivo constitucional, en general, no es el mismo que el de un testigo que pueda declarar tanto a favor como en contra del imputado. Sin embargo, teniendo en cuenta tal circunstancia, corresponde que el imputado pueda valerse de tal medio de prueba porque así lo permite la Constitución.
El espíritu de la norma suprema es el de privilegiar el resguardo de las relaciones de familia por sobre el interés del Estado en averiguar la verdad y, de tal forma, extender la prohibición allí contenida en desmedro del ejercicio del derecho de defensa, resulta contrario al fin tenido en miras por el constituyente.
Valen aquí las consideraciones que se efectuaran acerca del derecho de defensa y específicamente de la garantía de que el imputado cuente con los medios adecuados para la preparación de aquélla.
De manera que la restricción a la prueba de testigos analizada redunda en una infracción al principio de inalterabilidad reconocido en el artículo 18 de la CP, en cuanto establece que los derechos y garantías consagrados por las constituciones nacional y provincial no pueden ser alterados, restringidos ni limitados por las leyes que reglamenten su ejercicio.
En definitiva la abrogación de la frase: “En ningún caso podrán declarar como testigos los cónyuges, ascendientes, descendientes o hermanos de los contraventores” redunda en restablecer la supremacía y plena operatividad de los artículos 18, 27, 58 y 63 de la CP. Por lo tanto, en lo que respecta a dicha frase del artículo 43 del Código de Faltas, corresponde acoger la demanda de inconstitucionalidad, quedando vigente únicamente la prohibición de declarar en contra de los ascendientes, descendientes, cónyuge, hermanos, en virtud de la directa operatividad de la cláusula constitucional.
XI.3.- Artículo 44
Cabe tratar aquí la impugnación del artículo 44 del Código de Faltas fundada en que su redacción da lugar a interpretar que la defensa técnica es una garantía renunciable por el imputado.
Se objeta que la norma exprese que: “El acusado podrá hacerse asistir por un abogado”, aduciendo que la utilización del vocablo “podrá” deja abierta la posibilidad de entender que la defensa técnica es una mera facultad renunciable sin ningún requisito expreso.
En el mismo rumbo, los actores resaltan que el Código adolece de una orfandad de normas que garanticen una debida defensa técnica. Como así tampoco, está prevista la obligatoria asistencia de un defensor de oficio si el imputado no puede solventar uno particular.
No se puede más que coincidir con el diagnóstico hecho en la demanda en torno a la falta de énfasis de los preceptos del Código de Faltas, a partir de los desarrollos que se hicieron, en el apartado correspondiente a la defensa en juicio, acerca de la obligación del Estado de proveer, en forma permanente, al acusado de una asistencia letrada y velar porque ella no sea solamente formal sino que sea efectiva.
Valga también reiterar aquí la directa operatividad de dicha garantía constitucional de la necesaria, permanente y efectiva defensa técnica del imputado, que como las demás integrantes del plexo del debido proceso, al surgir de la Constitución Provincial, debe ser observada en el proceso contravencional aunque no esté expresamente reproducida en el texto del Código vigente.
Sin embargo, no está al alcance de este Tribunal, en el marco procesal de la acción autónoma de inconstitucionalidad, añadir o cambiar el texto de las normas impugnadas, solamente puede actuar como legislador negativo abrogando los preceptos contrarios a la Constitución Provincial.
Ante tal limitación, surgida del principio de división de poderes, si se admitiera la declaración de inconstitucionalidad de la que, al decir de los demandantes, es la única frase que prevé la asistencia técnica del imputado, la situación resultante sería de una mayor afectación de la garantía porque agravaría el denunciado vacío legislativo del Código de Faltas en la materia.
Por lo tanto, nuevamente cabe hacer remisión a los argumentos presentados en el parágrafo sobre defensa en juicio que plantean la postura de este Tribunal acerca de que existe una obligación irrenunciable e inexcusable del Estado de proveer al imputado una efectiva y permanente defensa técnica, que emana directamente de la Constitución Provincial y debe ser observada en todos los procesos contravencionales y de faltas aunque no esté expresamente reiterada en el texto de la legislación vigente en la materia.
Se trata de un derecho irrenunciable, que se traduce en una obligación para los jueces de proveer a la efectiva y permanente asistencia letrada, aun supliendo la inacción del propio justiciable y en forma gratuita si éste carece de recursos, sin perjuicio del derecho a la defensa en causa propia, si es que ella no obsta a su eficacia.
Hecha la necesaria aclaración, resta decir que no cabe declarar inconstitucional el segundo párrafo del artículo 44 del Código de Faltas, el cual debe ser interpretado como una obligación del Estado de proveer al imputado una efectiva defensa técnica, que es de la única forma en que puede leerse esa norma, a la luz de las garantías procesales aplicables.
XI.4.- Artículo 45:
Corresponde adelantar que resulta inconstitucional que se condene por “simple decreto” como indica la norma bajo análisis.
Valen respecto de este artículo las argumentaciones ensayadas en el apartado correspondiente a la necesaria motivación de las condenas.
Únicamente cabe subrayar aquí que lo que se exige no es una alambicada construcción de dogmática penal, sino simplemente la exteriorización de los motivos que condujeron al Juez a decidirse por la condena del imputado de la forma más llana y accesible que la cuestión permita.
De manera que la frase “por simple decreto” debe ser abrogada porque puede producir la apariencia de que se ha legislado una inadmisible excepción a la garantía constitucional de la imprescindible motivación de las sentencias (artículo 238 de la CP) y, en general, de los actos de gobierno (artículo 1 de la CP).
XI.5.- Artículo 51:
El tipo contravencional se inscribe en el capítulo de faltas relativas a la prevención de la tranquilidad pública y tiene que ser interpretado como lesión a ese bien jurídico, que está relacionado con la potestad legislativa del uso del espacio público sujeto a jurisdicción provincial. Evidentemente, es requisito típico implícito que la acción se lleve a cabo en un sitio público.
Asimismo, no puede obviarse que para la aplicación de todos los tipos contravencionales rigen los principios y reglas elaborados por la dogmática penal (teoría del delito), de los cuales surge que para poder tener por configurado un delito o, en este caso, una falta son requisitos insoslayables, además de la tipicidad objetiva: la acción, el aspecto subjetivo del tipo, antijuridicidad y culpabilidad.
Por un lado, la figura se asemeja a la asociación ilícita del Código Penal, en tanto ambas reprimen a todos los integrantes del grupo “por el solo hecho de ser miembros” o “aún cuando no ejecutaren los hechos previstos [provocaciones, amenazas u ofensas a terceros]”.
No obstante cabe resaltar que existe una diferencia para nada menor, ya que en el caso de la patota del Código de Faltas es necesario que se ejecuten las provocaciones, amenazas u ofensas a terceros, mientras que la asociación ilícita es un delito completamente autónomo que se consuma con el mero acuerdo de voluntades para la constitución de la asociación con fines delictivos.
O sea que en el caso de la patota debe existir una lesión al bien jurídico tranquilidad pública, no se trata de un delito de peligro.
Tampoco se está sancionando a una persona por actos de terceros, ya que lo que se reprime es el haberse prestado a integrar el grupo de 3 o más personas que provoca, amenaza u ofende a terceros.
El Dr. Juliano comenta una norma similar del Código de Faltas de la Provincia de Buenos Aires y, además de mencionar normas del Código Penal donde también constituye una agravante el concurso de tres o más personas, sostiene que: “La superioridad numérica proporciona a los agresores un marco fáctico que posibilita en mayor medida la concreción del plan criminal y su impunidad, a diferencia de cuando es emprendido individualmente (...) Como contracara de una misma moneda, el mayor número de agresores coloca a la víctima en inferioridad de condiciones para intentar la defensa de su persona, generando una lógica intimidación y amedrentamiento en el sujeto pasivo, como consecuencia de las previsibles consecuencias que puede llegar a sufrir.” (Juliano, Mario Alberto, ¿Justicia de faltas o falta de justicia?, Buenos Aires, Editores del Puerto, 2007, págs. 104/105).
Respecto de la agravante por comisión en banda (artículo 167, inciso 2, del Código Penal), que se asemeja al supuesto aquí tratado, ha dicho este Cuerpo que: “el motivo político criminal de esta agravante, debe buscarse en la mayor peligrosidad que asume tal modalidad delictiva (dada la concurrencia de varias personas para perpetrar el hecho), que se traduce en una disminución de la posible defensa por parte de la víctima, justificando así la mayor intensidad de la protección penal” (Acuerdo N° 1/2006 del registro de la Secretaría Penal).
En sentido estricto, el tipo legislado en el artículo 51 del Código de Faltas, para el caso de los miembros del grupo que no ejecutan por mano propia los hechos, se asemeja más a una forma de participación, que fue especialmente relevada en el tipo, más allá de la genérica ampliación de la punibilidad a instigadores y auxiliadores que establece el artículo 16 del Código de Faltas.
El integrante de la patota, para ser considerado tal y resultar punible su participación, debe tener dolo de colaborar en la provocación, amenaza u ofensa ejecutada por el autor principal. De manera que, el dolo del mero miembro incluye, además del conocimiento e intención de integrar el grupo (aunque más no sea para engrosar su número y, consecuentemente, su poder intimidatorio), al dolo de consumar las acciones llevadas a cabo por el o los sujeto/s activo/s.
Lleva dicho este Tribunal, en referencia a la agravante por comisión en banda (que resulta asimilable al caso) que cada coautor responde por el delito cometido en común y que no sólo son coautores quienes cometen actos típicamente consumativos sino también aquellos que cumplen actos que ayudan o complementan dichos actos (Acuerdo N° 9/2002 del registro de la Secretaría Penal, con cita de Nuñez, Ricado, Las disposiciones generales del Código Penal, Ed. Lerner, Córdoba, 1988, pág. 196).
En suma, debería resultar evidente que quien se encuentra reunido con otras personas, sin dolo de cometer las provocaciones, amenazas u ofensas, no resulta punible si una o varias de esas otras personas emprenden alguna de las mencionadas acciones hacia un tercero.
Sucede que el sujeto del ejemplo no sería partícipe de los hechos y, desde la óptica penal, no sería un miembro de la patota, sino que su mera intención de estar reunido con otras personas sin dolo de conformar ese grupo agresor resulta completamente atípica. Huelga destacar que el dolo no se presume y que debe probarse en cada caso la intención de cada uno de los miembros del grupo que hayan concurrido a la comisión de las acciones típicas, aunque más no fuera con el fin de engrosar el poder intimidatorio de la patota. Además, que resulta evidente que el grado de participación de cada miembro de la patota resulta de importancia al momento de individualizar la pena.
Expone Donna que: “La participación es la colaboración en un hecho ajeno, por ende es un concepto de relación no autónomo, con ayuda del cual es posible someter al efecto punitivo a aquellos intervinientes en un delito que carecen, como se dijo, del dominio del hecho (...) el autor principal actúa dolosamente y, a su vez, el partícipe lo hace con voluntad de consumación del hecho punible ajeno, inspirando o apoyando al autor.” (cfr. Donna, Edgardo Alberto, Derecho Penal: parte especial¸ tomo II-C, Santa Fé, Rubinzal-Culzoni, 2002, págs. 294/5).
Finalmente, el derecho de reunión constitucionalmente garantizado ampara a las que se celebran con fines pacíficos, las cuales no están alcanzadas por la norma penal bajo análisis, dado que para que la patota pueda ser punida debe haber ejecutado provocaciones, amenazas u ofensas a terceros, acciones que no constituyen lo que se puede interpretar como “fines pacíficos”. Más aún, inclusive si el grupo reunido tuviera en miras eventualmente ejecutar tales hechos ilícitos pero no lo comenzara a hacer, no resultaría punible y gozaría todavía del derecho de reunión.
En resumen, interpretado y aplicado de la única forma en que pueden serlo los tipos contravencionales, esto es, a la luz de los principios limitativos penales estructurados en la teoría del delito, la figura de patota, reprimida en el artículo 51 del Código de Faltas no transgrede la Constitución Provincial.
XI.6.- Artículo 54:
El artículo 54 del Código de Faltas, que reprimía al que por su culpa se encontrare con vestimentas contrarias a la decencia pública, ha sido derogado por Ley 2767, con lo cual la acción en este punto ha devenido abstracta.
XI.7.- Artículos 55 y 56:
Los impugnados artículos 55 y 56 del Código de Faltas sancionan a quien por su culpa se encontrare o transitare en lugares públicos en estado escandaloso, producto de la embriaguez (art. 55) o bajo acción o efectos de estupefacientes (art. 56).
Es, sin duda, uno de los ejemplos de la aplicación de la teoría del estado peligroso predelictual, que fuera analizada y rechazada, más arriba, en el contexto del principio de tipicidad.
Se sanciona un estado de cosas, estar embriagado o bajo el efecto de estupefacientes, ya que las acciones precedentes no están comprendidas en la norma analizada. Efectivamente, la acción de ingerir bebidas alcohólicas o estupefacientes en privado está completamente a resguardo por el principio de reserva, y de realizarse en público, tomar alcohol está permitido y la ingesta de drogas ya está alcanzada por la legislación penal común (artículo 12.b de la Ley 23737).
Por lo tanto, si bien la acción sancionada se describe como estar en un lugar público embriagado o drogado escandalosamente, lo que la norma podría relevar eventualmente como una conducta prohibida sería la producción de ese escándalo, ya que no sería relevante distinguir el estado psíquico del autor —excepto para eximirlo de reproche por inculpabilidad—. De lo contrario, se estaría infringiendo el principio de reserva.
Pero, interpretado de esa única manera jurídicamente posible, el tipo contravencional tampoco supera el estándar de tipicidad exigible en un Estado de derecho porque apela a un concepto vago, impreciso y subjetivo. Obsérvese que el diccionario de la Real Academia recoge el significado de escandaloso como un adjetivo que se aplica a aquello que es ruidoso, revoltoso o inquieto (cfr. DRAE, 22ª edición, www.rae.es).
Entonces, según quien lo aprecie, un artista callejero, una manifestación de protesta, un recital de rock en la vía pública, un vendedor ambulante, el tráfico vehicular, un acto proselitista, podrían resultar escandalosos y sin embargo se trata de actividades toleradas, amparadas y/o fomentadas, según el caso, por el ordenamiento jurídico. De esta manera se ejemplifica el campo de arbitrariedad que habilita la norma.
O sea que, la norma resulta a todas luces inconstitucional, toda vez que la ingesta de alcohol o de estupefacientes en sí misma ya se estableció que no puede estar alcanzada por el tipo contravencional, el estado de alteración psíquica resultante no es punible por virtud del principio de reserva y el término escandaloso resulta completamente vago, impreciso y subjetivo, con lo cual atenta contra el principio de tipicidad.
En forma concordante con lo dicho, puede citarse: “... la acción de embriagarse —ingerir bebidas alcohólicas en exceso hasta el punto de hacer dificultoso o imposible el control de la persona y los actos— es un comportamiento personal que desde un punto de vista objetivo, sólo puede ser agresivo para quien lo sufre. De tal modo que la acción de beber en exceso es parte de la forma de conducción de la vida que cada uno escoge, y que lejos de contravencionalización, debería ser merecedor de ayuda y auxilio y, por tanto, completamente amparado por el principio de reserva del artículo 19 constitucional.” (Juliano, Op. cit., págs. 198/199).
Así también, se ha expuesto que: “No es este un problema de moralidad pública en los límites en que nosotros la hemos situado, es decir, como un Standard que el Estado debe preservar para garantizar el mantenimiento de la convivencia pacífica y no como un catálogo de conductas cuya observación prohijará hombres ‘virtuosos’ (para el caso, hombres ‘abstemios’). Por otra parte, si la autoridad pública apostara a revertir un panorama de embriaguez generalizada sobre la base de la inmoralidad que ello traduce estaría equivocando el camino al operar sobre los efectos y no sobre las causas. Y ya sabemos lo que ocurre cuando se actúa de esta forma: los males no desaparecen y los controles —vista su impotencia para combatir el problema— se desmadran, convirtiéndose en males en sí mismos y agregando una nueva fuente de agresividad social.” (Rosatti, Horacio, Op. cit., tomo II, pág. 48).
Lo dicho no implica que este Tribunal desconozca los efectos perniciosos para la salud individual que producen las adicciones, entre ellas las generadas por el alcohol y los estupefacientes. Pero también resulta evidente que la penalización del adicto no ha resultado y no resultará una forma efectiva de curar lo que no es otra cosa que una enfermedad.
Así la Corte Suprema de la Nación ha expuesto que: “En estos países [Gran Bretaña, Francia], y otros como EE.UU., Holanda, Alemania Federal, etc., se afirma la tesis de que actividades de perniciosos efectos sociales, motivadas en fallas estructurales de las organizaciones económico-sociales, como la adicción a drogas, el exceso de consumo, fabricación y venta de bebidas alcohólicas, la prostitución, el juego clandestino, el tráfico de armas, etc., deben arrostrarse con políticas globales y legislaciones apropiadas (...) antes que con el castigo penal, pues, al cabo, éste recae sobre quienes resultan víctimas de defectos estructurales.” (Fallos: 308:1392, voto del Dr. Petracchi, ratificado en Fallos: 332:1963).
En cuanto al criterio peligrosista que subyace a la punición de embriagados y drogados, cabe citar que: “... no existen estudios suficientes que prueben la necesario vinculación entre el consumo de ciertos estupefacientes en determinadas cantidades y la perpetración de otros delitos (...) Si estar bajo la influencia de ciertos estupefacientes puede facilitar la producción de infracciones penales, el castigo siempre deberá estar asociado a la concreta realización de éstas y no a la mera situación en que el delito podría cometerse.” (Fallos: 308:1392, voto del Dr. Petracchi, ratificado en Fallos: 332:1963).
En suma, los artículos 55 y 56 del Código de Faltas resultan contrarios a los principios penales de reserva y tipicidad contenidos en los artículos 23, 63 y 64 de la Constitución Provincial.
XI.8.- Artículo 59:
Esta norma sancionaba al homosexual o vicioso sexual que frecuentara intencionalmente a menores de 18 años de edad.
Ha sido derogada por Ley 2767, con lo cual resulta abstracto el análisis de su constitucionalidad.
XI.9.- Artículo 60
Esta norma sancionaba al dueño, gerente, administrador o encargado de negocio público o conductor de transporte colectivo que permita la entrada o permanencia en su local o vehículo de personas: con vestimentas contrarias a la decencia pública; en estado escandaloso producido por embriaguez o la acción de estupefacientes; que ejerzan la prostitución ofreciéndose o incitando públicamente en forma escandalosa, y que, siendo homosexuales o viciosos sexuales, frecuentaran intencionalmente a menores de 18 años de edad.
Por obra de la Ley 2767 ha sido derogado el artículo y, por consiguiente, ha devenido abstracta la acción en este punto.
XI.10.- Artículo 61:
Antes de ser modificado por la Ley 2767, el texto de este artículo sancionaba a quien “sin estar comprendido en las disposiciones de los artículos 125 y 126 del Código Penal, se haga mantener aunque sea parcialmente por mujer prostituta, homosexual o vicioso sexual, explotando las ganancias logradas por la explotación de tales actividades”.
La nueva redacción es la siguiente: “Será reprimido con multa equivalente de tres (3) JUS a diez (10) JUS, o arresto hasta treinta (30) días, el que sin estar comprendido en las disposiciones de los artículos 125 y 126 del Código Penal, y con ánimo de lucro, promoviere o facilitare el ejercicio de la prostitución.”
La acción típica cambió de “hacerse mantener” a “promover o facilitar la prostitución” y, de tal forma, el embate constitucional desarrollado por los actores no subsiste frente a esta nueva redacción, dado que justamente su cuestionamiento hace eje en que el Estado no puede imponer una moral y una forma de vida, impidiendo que alguien sea “mantenido” por una persona que ejerza la prostitución.
En consecuencia, la nueva redacción del artículo 61 no queda comprendida en el objeto de la acción traída a decisión y el aspecto de la anterior norma que fuera específicamente cuestionado no se mantiene, con lo cual, resulta inoficioso un pronunciamiento sobre el punto.
Por tanto, este Cuerpo no emitirá una decisión sobre la constitucionalidad o inconstitucionalidad de la nueva fórmula utilizada en el artículo 61 del Código de Faltas.
XI.11.- Artículo 66:
La norma reprime al que, siendo capaz para trabajar, se entregue a la mendicidad o a la vagancia.
Conforme ya se ha desarrollado más arriba esta norma es expresión de un derecho penal de autor, basado en teorías pretendidamente científicas que pronosticaban una peligrosidad o proclividad al delito de los mendigos o vagabundos y, por lo tanto, postulaban la represión de esas personas a modo de prevención.
Así lo describe el Dr. Zaffaroni, al exponer que: “La terrible frecuencia de tipos de autor y, por ende, absolutamente inconstitucionales, tenía lugar en la derogada legislación contravencional de la Ciudad de Buenos Aires y de algunas provincias, donde abundaban amenazas de pena a la vagancia, la ociosidad, la mendicidad, la prostitución, u otras más curiosas, configuradoras de verdaderos tipos de sospecha, como deambular; merodear, etc.” (Zaffaroni y otros, Op. cit., pág. 444).
De manera que esta norma infringe el principio de tipicidad, por constituir un tipo de autor sustentado en teorías peligrosistas, conforme fuera desarrollado en el apartado correspondiente, al que cabe hacer remisión.
Asimismo, se vulnera el principio de lesividad porque el tipo contravencional se funda justamente en dichas teorías peligrosistas que intentan prevenir la comisión de delitos, aplicando sanciones a estados alejados del principio de ejecución, por presumir una probabilidad (o certeza) de que un vagabundo o mendigo cometan ilícitos. En este aspecto, cabe dar por reproducidas aquí las consideraciones que sobre el tópico se elaboraran en el parágrafo pertinente.
Por otra parte, la norma impugnada resulta también contraria al principio de reserva, ya que intenta imponer un deber de trabajar que no está enunciado en la Constitución, que reconoce sí un derecho al trabajo.
De esa forma se está vulnerando el ámbito constitucionalmente protegido de autodeterminación.
Sobre el punto, a mayor abundamiento, cabe hacer el reenvío a los tramos de este decisorio en que se trató la moralidad pública y el principio de reserva.
Se concluye entonces que el artículo 66 del Código de Faltas es contrario al artículo 23 de la CP.
XI.12.- Artículo 68:
En este artículo se tipifica la acción del propietario de negocio de compraventa de objetos usados que no comprobare la identidad del vendedor o que no hiciere llegar directamente a la autoridad policial la nómina detallada de los objetos comprados.
Los impugnantes esgrimen que viola el derecho a ejercer toda industria lícita e impune el deber ilegítimo de ser informante de la policía.
El artículo 21 de la CP, que encabeza la enumeración de derechos de nuestra Carta Magna, aclara que los habitantes de la Provincia gozan de los mismos “con arreglo a las leyes que reglamenten su ejercicio”.
Esa previsión debe conjugarse con el principio de inalterabilidad del artículo 18 de la CP que estipula que los derechos y garantías no pueden ser alterados, restringidos ni limitados por las leyes que reglamenten su ejercicio.
Con referencia a similares cláusulas de la Constitución Nacional (arts. 14 y 28), enseña la Dra. Gelli que: “De ambas disposiciones constitucionales resulta claro que los derechos no son absolutos en su ejercicio; que tal como lo sostuvo la Corte Suprema, lo contrario implicaría un uso antisocial de las facultades constitucionales; que, en consecuencia, existen múltiples razones para limitar aquel uso, pero que la capacidad reglamentaria no es ilimitada, tiene bordes: las leyes no deben alterar los principios, los derechos y garantías” (Gelli, Constitución de la Nación Argentina..., ya citada, pág. 247).
Con lo cual, la carga argumentativa de los accionantes no se satisface con la mera denuncia de una afectación del derecho a ejercer industria lícita, sino que hace falta demostrar la irrazonabilidad de dicha reglamentación.
La antes citada constitucionalista expone que: “... el Tribunal Constitucional español estableció una regla para el examen de proporcionalidad de las medidas restrictivas que a mi modo de ver constituye un compendio de pautas eficaces y perfectamente aplicables al derecho argentino, a partir del art. 28 de la Constitución Nacional. Ese criterio seguido por el Tribunal español, incluye tres juicios: a) el de la idoneidad de la medida para obtener el fin perseguido; b) el de la necesidad o subsidariedad —o posibilidad de acudir a otro medio menos gravoso— y, c) el de la proporcionalidad en sentido estricto, es decir, el de la ponderación de los beneficios y ventajas para el interés general y los perjuicios sobre bienes o valores en conflicto (conf. Tribunal Constitucional, España, en pleno, octubre 27 de 1997, La Ley, 18 de agosto de 1998).” (Gelli, Op. cit., pág. 254).
Podemos aplicar las pautas al caso bajo análisis. En primer lugar, el fin perseguido por la norma es el bien jurídico protegido expresamente mencionado en el capítulo respectivo que trata de las faltas relativas a la seguridad de la propiedad. Evidentemente, lo que se busca es poder rastrear el origen de objetos que podrían provenir de un delito contra la propiedad. En tal sentido, la norma supera el primer test en tanto se manifiesta idónea con relación al fin perseguido.
En cuanto a la necesidad de la norma o la posibilidad de acudir a otro medio menos gravoso, no aparece como una carga muy excesiva (sustituible por otra menos pesada) la de llevar un registro de los vendedores de los objetos, máxime cuando se trata de un comerciante que obligatoriamente debe llevar una serie de libros sobre el giro de su comercio.
Finalmente, respecto a la tercera pauta, cabe analizar que la molestia o afectación al ejercicio la industria lícita es proporcionada al beneficio que para el interés general supone la posibilidad de hacer cesar los efectos de la sustracción ilegítima de un bien y restituir éste a su propietario.
Al comentar una norma similar del Código de Faltas de la Provincia de Buenos Aires, el Dr. Juliano ha sostenido que: “En tanto y en cuanto se aspire a convivir en una comunidad organizada, existe el deber de los ciudadanos de prestar su colaboración a las autoridades para el mejor cumplimiento de sus funciones, procurando no obstruir o dificultar en forma ilegítima e indebida su desempeño (...) La razón político contravencional de la sanción de la omisión de llevar registros de la identidad de los vendedores de objetos muebles y fungibles y las características de los mismos en los negocios que se dedican a ese tipo de actividad, también se encuentra orientada a desalentar el negocio de los comúnmente conocidos reducidores de bienes de procedencia ilícita.” (Juliano, Op. Cit., págs. 213/214, 230/231).
Sin perjuicio de que la norma ha superado el test de razonabilidad, no está demás aclarar que en su aplicación no se puede vulnerar la prohibición de autoincriminación coactiva y la prohibición de declarar contra parientes.
XII.- Recapitulando, considero que este Tribunal debe declarar la inconstitucionalidad de los siguientes artículos del Código de Faltas: 24, solamente la frase: “y escuchará al imputado, previo hacerle conocer que puede abstenerse de declarar sin que ello lo perjudique”; 43 en la parte que dice: “En ningún caso podrán declarar como testigos los cónyuges, ascendientes, descendientes o hermanos de los contraventores”; 45, la frase “por simple decreto”; 55; 56, y 66. Asimismo, reiterar que la interpretación ajustada a la Constitución Provincial de los artículos 44 y 51 del Código de Faltas Provincial es la que se diera en los considerandos precedentes. Finalmente, me pronuncio en favor de rechazar la acción respecto del artículo 68 del Código de Faltas.
Antes de concluir, cabe reflexionar que la tarea de efectiva concreción en el ámbito del derecho de faltas de los principios y reglas desarrollados precedentemente evidentemente no se agota con la abrogación de los artículos que fueron hallados repugnantes a la Constitución Provincial.
Se impone encarar una profunda revisión de todo el ordenamiento sancionatorio provincial, que incluya las faltas o contravenciones que no están legisladas en el Código, sino que se hallan dispersas en distintas leyes especiales.
En esa tarea, además de pasar esas normas materialmente penales por el cedazo constituido por las garantías procesales y principios penales, no debería prescindirse de plantear un debate sobre temas que aquí no se abordaron por exceder ampliamente el marco de la acción traída a decisión, pero que no resultan para nada menores si se quiere modernizar la legislación en la materia e integrarla al Estado constitucional de derecho.
XIII.- Sentada la estimación de la parte sustancial de la demanda, con relación a las costas, no encuentro motivo para apartarme de la regla, que es su imposición a la parte vencida (artículo 68 del CPCyC, de aplicación supletoria). ASI VOTO.
El Señor Vocal Antonio Guillermo Labate dijo: adhiero a la postura sustentada por la Señora Vocal que me precede en el orden de votación, por lo que emito mi voto en igual sentido. MI VOTO.
El Señor Vocal Doctor Oscar E. Massei dijo: por adherir al criterio de la Dra. Corvalán es que voto del mismo modo. MI VOTO.
El Señor Vocal Doctor Ricardo Tomás Kohon dijo: I.- Como ya se ha sostenido en otros precedentes de este Tribunal, toda declaración de inconstitucionalidad –y en particular aquella derivada del control concentrado, como en este caso- constituye una de las más delicadas funciones a cargo de un Tribunal de Justicia.
Los actos legislativos son dotados de una presunción de validez y constitucionalidad, por lo cual, la declaración de inconstitucionalidad se presenta como un recurso o remedio extremo, que debe usarse con suma cautela y cuando resulte imposible efectuar una interpretación compatible y conciliadora con las normas de la Constitución.
Así lo reconoce la Corte Suprema de Justicia de la Nación al describir la tarea del juez constitucional: “Esto ya lo advertía Cooley, para quien el deber de la Corte de controlar la validez de los actos emanados de los otros poderes era extremadamente delicado, pues al declarar que una ley es nula, “tiene forzosamente que dejar sin efecto la decisión del departamento legislativo, hecha en el curso del desempeño de sus deberes peculiares, y en las que debe suponerse que ha obrado según su mejor criterio”, de ahí que deba acometerse con cautela, evitando expresar una opinión adversa a su validez, “a no ser que sea absolutamente necesario” (confr. “Principios generales del Derecho Constitucional en los Estados Unidos de América”, ps. 142/144, versión castellana, Ed. Jacobo Peuser, 1898).En tiempos más recientes, también William Rehnquist ratificaba esta línea interpretativa, afirmando que “si la Corte Suprema decide erróneamente que una ley sancionada por el Congreso es constitucional, comete un error, pero el resultado del mismo es dejar a la Nación con una ley debidamente sancionada por los miembros de la Cámara de Representantes y del Senado elegidos popularmente y promulgada por el presidente popularmente elegido. Pero si la Corte Suprema decide erróneamente que una ley sancionada por el Congreso es inconstitucional, comete un error de considerable mayor consecuencia; ha derribado una ley debidamente sancionada por las ramas del gobierno elegidas por el pueblo, no debido a ningún principio asentado en la Constitución, sino debido al criterio individual de una determinada política sostenida por la mayoría de los nueve jueces en ese momento (confr. “The Supreme Court, how it was, how it is”, p. 318,1987).
Tal índole de argumentos son el basamento y justificación de una reiterada jurisprudencia del tribunal, que siempre consideró que la declaración de inconstitucionalidad constituía- por importar un acto de suma gravedad institucional- una de las delicadas funciones susceptibles de encomendarse a un tribunal de justicia, la última ratio del orden jurídico, a la que sólo cabe acudir cuando no existe otro modo de salvaguardar algún derecho o garantía amparado por la Constitución, sino es a costa de remover el obstáculo que representan normas de inferior jerarquía (causa: R. 191.XXXIII “Rallín Hugo Felix y otros s/ contrabando y violación de los deberes de funcionario público”, del 7 de mayo de 1991; B. 175. XXXIII “Bruno Hnos. S.C. y otro c. Administración Nacional de Aduanas s/ recurso de apelación” del 12 de mayo de 1992; I.78. XXIV, “Iachemet, María Luisa c/ Armada Argentina s/ pensión”, del 29 de abril de 1993; Fallos 311:394; 312:122, 435 y 2315; 288:325 -La Ley, 156-851-; 290:83 -La Ley, 1975-A, 101-; 292:190 -La Ley, 1976-A, 148-; 294:383 -La Ley, 1976-C, 326-; 295:455 -La Ley, 1997-A,229-; 300:241 y 1087; 302:457, 484 y 1149; 301:904, 962 y 1062; entre muchos otros).” (Fallos 316:2624).
En este contexto, es preciso considerar que la pretensión se enmarca en el ámbito de la acción autónoma, en la cual, la falta de adecuación constitucional de la norma cuestionada, acarrea su pérdida de vigencia (art. 16 de la Constitución Provincial); efecto que es, además, automático, no requiriéndose una declaración posterior o intervención alguna por parte del órgano legislativo competente.
Esta consecuencia, que constituye un elemento propio de la acción, cobra especial relevancia en el caso en examen, dado que los preceptos cuestionados integran el Código de Faltas, el cual, durante la tramitación de esta causa, atravesó por un proceso de tratamiento legislativo, que culminó con el dictado de la ley provincial 2767, que derogó los artículos 54,58,59 y 60 del Decreto Ley 813/62 y modificó el artículo 61 de dicho cuerpo normativo.
Esta circunstancia no es menor, en tanto la regla republicana de división de poderes y el respeto al ámbito propio de producción jurídica y de actuación de cada uno de los Poderes del Estado, determina un ajustado ejercicio del self restraint, a fin de evitar incurrir en invasiones o interferencias institucionales indebidas.
Por ello es de estricta prudencia no adelantarse al debate democrático llevado a cabo en el seno del Poder Legislativo Provincial, cumpliendo de esta forma y del modo más acabado el prístino rol del Poder Judicial, como guardián de ese proceso.
Es que como señala Alfonso Santiago: “…Es evidente la delicada misión que en nuestro sistema constitucional se encomienda al Poder Judicial y particularmente a la Corte Suprema. Debe resguardar la supremacía constitucional, la subordinación del accionar administrativo a la ley, la razonabilidad de todas las decisiones estatales y la tutela de los derechos humanos, a la vez de no interferir en el despliegue de la función gubernamental a cargo de los otros Poderes del Estado.
Consciente de esto la jurisprudencia de la Corte ha reiterado en numerosas ocasiones que su tarea más delicada de es saber permanecer dentro de los límites de sus funciones constitucionales… Tal vez como mejor quede caracterizada la función política de control asignada por el sistema constitucional a la Corte Suprema, sea definirla como un poder moderador o poder árbitro. Su misión es permitir el desenvolvimiento de los demás poderes estatales, tanto nacionales como provinciales, y el despliegue de las libertades constitucionales, velando para que cada uno de ellos no exceda su propio ámbito, resolviendo los conflictos que puedan plantearse y remediando los abusos producidos. Como árbitro no le corresponde participar en el juego político sino asegurar las condiciones para que el mismo pueda desarrollarse en plenitud y corrigiendo y sancionando las infracciones que se cometan…”
Y, agrega: “…la Corte ha de extremar su prudencia y moderación al ejercer su función de árbitro, sabiendo respetar las áreas de la función gubernamental encomendada por la Constitución a los poderes Ejecutivo y Legislativo y reconociendo sus propios límites como órgano de control. Habrá de distinguir claramente el examen de legitimidad constitucional de lo que es valorar la oportunidad, mérito o conveniencia política, evitando de convertirse en una superlegislatura o en la última instancia administrativa. No deberá tampoco asumir la iniciativa política, a no ser que la situación imperante sea de tal gravedad y arbitrariedad que, ante la omisión cómplice de los otros poderes, sin su actuar no haya forma de erradicar una manifiesta iniquidad…” (cfr. Santiago (h.), Alfonso, “La Corte Suprema, sus funciones y el control constitucional”, LA LEY 1993-E, 867).
Bajo estas premisas y prevenciones, corresponderá asumir el tratamiento de la cuestión constitucional planteada en autos.
II.- Como con acierto indica la Sra. Vocal que abre el Acuerdo, “la anulación de una ley es un suceso bastante más grave que la anulación de un acto de la Administración, porque crea por sí sola una gran inseguridad jurídica. El legislador no tiene agilidad suficiente para cubrir inmediatamente el hueco que deja la norma anulada y ese hueco da lugar a una enorme confusión jurídica para los ciudadanos y para todos los poderes públicos…”
Esta perspectiva determina la existencia de tres extremos relevantes que incidirán en la solución de este caso y que fundarán mi disidencia parcial con los desarrollos que anteceden:
a. En primer lugar, debe destacarse que el control de constitucionalidad que aquí debe ejercerse, en modo alguno se encuentra encaminado a obtener un pronunciamiento judicial respecto de la idoneidad o validez jurídica de los actos de aplicación directa de las normas.
Tampoco, puede importar asumir la potestad de resolver acerca de lo que es apto, eficaz u oportuno; de así hacerlo, nos encontraríamos ante una conducta usurpadora: se vulneraría el principio de división de poderes, al invadir la esfera propia de otro poder, que justamente por tener representatividad, en su función de legislar se encuentra autorizado a irrumpir en el agitado y conflictivo mundo de los juicios de conveniencia (cfr. Julio Oyhanarte, el caso Bonfante, “La autolimitación de los Jueces” E.D. 57-811 y ss).
b. En segundo término, es necesario que los planteos cuenten con una adecuada fundamentación sobre la inconstitucionalidad alegada y además, que ésta radique en la violación de un precepto constitucional local.
No basta con la mera mención del precepto que se entiende vulnerado: debe dejarse en claro de qué manera la norma que se impugna es violatoria de la Constitución Provincial. En otros términos, “debe mediar una justa proporcionalidad entre el planteo y la consecuencia que conlleva el mismo”(Ac. 344/95) y, por ello, tiene trascendental importancia la demostración de la expresa violación de una manda contenida en la Constitución Provincial.
Por esta razón, se impone un riguroso escrutinio del cumplimiento de los recaudos formales y sustanciales que, para su procedencia, establece la Ley 2130; control que, más allá de ser ejercido en la etapa preliminar de admisión, debe ser reeditado con profundidad en la oportunidad del dictado del pronunciamiento definitivo.
c. Por último, en el análisis del caso, deben aplicarse dos principios centrales de la interpretación constitucional; el de “interpretación conforme”, según el cual, ante la existencia de varias interpretaciones posibles, sólo son aceptables aquéllas que se ajusten a los parámetros constitucionales y, el correlativo principio de “conservación de la ley”, en cuya virtud, se deberá intentar mantener dentro del sistema jurídico a la normativa cuestionada, siempre que sea posible hallar un sentido acorde a la Constitución.
Sobre este aspecto debe señalarse que los accionantes no han arrimado elementos que permitan vislumbrar que, en aquéllos casos en que es posible una interpretación conforme al texto constitucional, los intérpretes opten por una opuesta a sus previsiones.
Bajo los parámetros de interpretación constitucional indicados, debe disentirse con la solución propuesta con relación a los artículos 43, 55 y 56.
III.- En efecto, la formulación del artículo 43 –como bien se señala en el voto que abre el Acuerdo- encuentra igual fundamentación que la norma relativa al testigo excluido, contenida en el Código de Procedimientos Civil y Comercial, esto es, la preservación de la unidad familiar, finalidad considerada de orden público.
Es claro que este principio puede ceder en determinadas circunstancias, tal el caso en el que el testigo fuera necesario por frustrarse, de otro modo, la posibilidad de ejercer adecuadamente el derecho de defensa al afectarse la posibilidad probatoria.
Nada impide que, en concreto y acreditada la lesión constitucional, pudiera inaplicarse la norma, pero en abstracto, las motivaciones y fundamentos que ha tenido en miras el legislador, se presentan como razonables.
Es que, como este Tribunal ha señalado: “…aún cuando su aplicación a un caso determinado, pudiera tener por consecuencia arbitrar una solución injusta, la eventual inconstitucionalidad que en tal caso pudiera concretarse, sólo determinaría la invalidación del precepto en tal específica situación. Pero pese a lo terminante de tal conclusión, ello no es obstáculo, para que la misma norma no resultara, ni fuera declarada inconstitucional, en otra causa cuya circunstancias fueran diversas. E indudablemente, si como señalara en el inicio, la declaración de inconstitucionalidad es la “última ratio”, la posibilidad de que un mismo precepto dé lugar a la adopción en concreto de tales soluciones antagónicas, es determinante de que en abstracto, el interprete deba inclinarse por su validez constitucional… necesariamente debe recurrirse a una interpretación constitucional valorativa que implica un proceso de conocimiento y de decisión, que en palabras de Bidart Campos, nos posibilita “distinguir la distancia que hay entre una norma general que no es inconstitucional, y la inconstitucionalidad que aparece en su aplicación, tanto cuando valoramos que el caso concreto no brinda circunstancias propicias para esa aplicación, como cuando la interpretación que se ha hecho de la norma aplicada es una interpretación inconstitucional” (cfr. Bidart Campos Germán, ”LA INTERPRETACIÓN Y EL CONTROL CONSTITUCIONALES EN LA JURISDICCIÓN CONSTITUCIONAL”, ED. Ediar, pág. 117)…” (cfr. Ac. 913/03).
IV.- Los artículos 55 y 56 del Código de Faltas tampoco merecen, en abstracto, la tacha de inconstitucionalidad.
En efecto, los dispositivos impugnados del Código de Faltas sancionan a quien por su culpa se encontrare o transitare en lugares públicos en estado escandaloso, producto de la embriaguez (art. 55) o bajo acción o efectos de estupefacientes (art. 56).
De tal forma, cabe interpretar que se está sancionando la producción de un escándalo en el espacio público, no la acción privada de ingerir alcohol o estupefacientes, vértice desde el cual no advierto una vulneración a la garantía prevista en el artículo 19 de la Constitución Nacional y 23, de la local.
Es que “…El art. 19 de la Constitución Nacional, en tanto establece que las acciones privadas de los hombres están solo reservadas a Dios y exentas de la autoridad de los magistrados, delimita un ámbito en el que el sujeto puede desarrollar determinadas conductas que, en la medida que no trascienden los límites de esa área de reserva, no pueden ser objeto de injerencia estatal.
Acciones privadas son las que sólo conciernen a la persona y que no se materializan en actos exteriores que pueden incidir sobre los derechos de otros o afectar directamente la convivencia social, el orden y la moral pública y que, así entendidas, pueden ser consideradas buenas o malas, pero no lícitas o ilícitas. En cambio, cuando la conducta del sujeto trasciende al espacio social su obrar cobra relevancia jurídica y puede ser objeto de regulación y control por el Estado…”
“Los habitantes de la Ciudad… tienen derecho a la preservación razonable del espacio público urbano y a que las actividades vitales que desarrollan en éste se desenvuelvan en un clima de tranquilidad.
Lógico es, entonces, que el Estado adopte las medidas que resulten necesarias para la preservación de esa tranquilidad que, desde tal óptica, aparece como un bien jurídico digno de cuidado.
Nuestro ordenamiento jurídico, al igual que el de la mayoría de los sistemas democráticos, tutela en forma amplia el derecho de cada uno al desarrollo de su personalidad dentro de la comunidad, en concordancia con el interés social y dentro del orden público y las buenas costumbres; pero toda situación jurídica subjetiva tiene su correlato en el derecho de los demás, cuyo respeto constituye un deber para quien está jurídicamente facultado. No existen en nuestro sistema derechos subjetivos absolutos, porque ellos son contrarios a la naturaleza coexistencial del ser humano (conf. Fernández Sessarego, Carlos, "Derecho a la identidad personal", p. 339 Ed. Astrea, Buenos Aires, 1992)… ” (cfr. Tribunal Superior de la ciudad Autónoma de Buenos Aires, León Benito, Le Ley 2000-F, 279).
No se verifica pues, en el caso, una afectación inconstitucional del derecho a la intimidad, en tanto la norma limita las sanciones sólo para aquellos casos en los que el sujeto produzca escándalo con alteración de la tranquilidad pública; por lo que quedan fuera de su ámbito de aplicación otras exteriorizaciones.
Por lo demás, el consumo de dichas drogas en el ámbito de la esfera de intimidad, constitucionalmente protegida, no es relevado por el tipo contravencional, con lo cual tampoco se estaría transgrediendo el principio de reserva.
Es que, en realidad, el conflicto que es receptado, es aquél en el que se quiebra la armonía entre derechos de personas distintas. Y, desde este vértice, debe recordarse que "los derechos declarados en la Constitución obligan, como todas las normas de ella, a correlaciones armonizantes y a concordancias dentro de la unidad integral y coherente de la misma Constitución" (Bidart Campos, Germán J.; Teoría General de los derechos humanos, Ed. Astrea, Buenos Aires, 1991 ps. 408 y 409).
La inexistencia de derechos constitucionales absolutos surge de los arts. 14 y 28 de la Constitución Nacional, puesto que su ejercicio se encuentra sujeto a reglamentación. En este contexto, las limitaciones a la libertad aseguran el efectivo goce de la misma por parte de todos los ciudadanos, siendo éste el fundamento basal sobre el que se asienta el poder de policía inherente a la soberanía de todo Estado.
Conforme se ha dicho, la regulación de la convivencia pacífica en los lugares públicos es una materia propia de la legislación contravencional y, específicamente, lo es el resguardo de la tranquilidad de los vecinos.
Por ello, cuando la acción del individuo trasciende a terceros, afectando dichos bienes jurídicos, puede el Estado intervenir conminando con una sanción la producción de un escándalo en el espacio público, que está orientada a los objetivos de prevenir, prohibir y sancionar esa conducta disvaliosa, la cual, en definitiva, se traduce en un uso abusivo de dicho espacio.
Desde otra perspectiva, tampoco se advierte que la norma apele a un concepto vago, impreciso y subjetivo, en modo tal, que transgreda el estándar de tipicidad exigible.
Al respecto corresponde señalar, que las leyes se formulan en abstracto y con una vocación de permanencia. En tal sentido, evidentemente lo que podría resultar escandaloso en otra época, puede no serlo en la actualidad.
En este punto, no puede olvidarse que la aplicación de la norma al caso concreto siempre demanda cierto grado de interpretación por parte de los operadores jurídicos, la cual, en tanto se mantenga dentro de los límites de lo razonable, no puede reputarse como inconstitucional.
En tal sentido, no puede sostenerse que cualquier acción pueda ser reputada como escandalosa, sino que siempre se tratará de un conjunto limitado de conductas; en la subsunción de los casos particulares en la norma general, el funcionario estará limitado por los usos y las costumbres de una sociedad y de una época determinada, lo que acuerda una pauta suficientemente concreta.
En este contexto el término “escandaloso” es tolerable a la luz del principio de tipicidad, ya que brinda una determinación aceptable de cuáles acciones caen bajo la sanción y cuáles no, al permitir comprender cual es el sentido de la prohibición.
Se impone aquí recordar que, “…por muy estrictamente apegada al principio de legalidad que la ley quiera estar, muy frecuentemente no puede prescindir de referencias o pautas generales, para cumplimentar la función individualizadora de los tipos. En materia de delitos culposos, por ejemplo, sería imposible prescindir de tal categoría de tipos. Siguiendo a Welzel, dirá que en las figuras culposas "la naturaleza de la conducta prohibida requiere una prohibición necesitada de complementación en función de la imposibilidad de prever legalmente la inmensa gama de variables que pueden darse en concreto". En otros supuestos, ya de delitos dolosos, el problema vuelve a repetirse cuando la ley penal, también obligadamente, exige cierta cuantificación en la conducta castigada a en el efecto producido (v. gr., comportamiento "desproporcionado", daño "grave"), medición que en definitiva quedará a cargo del juez.
Por todo ello, la diferenciación entre los tipos penales "abiertos" y los "cerrados", es una cuestión de grado; y también, de alguna manera, la de tipos "legales" y "judiciales". La legitimidad de ese "grado" o "cuota" depende, siguiendo al autor que citamos, quien a su vez acepta el parecer de Welzel en este punto, "de la naturaleza de las cosas". Es la naturaleza de la conducta prohibida la que puede razonablemente inducir al legislador a optar por una descripción más o menos cerrada del tipo en cuestión…”
“…algunas veces el enunciado de tipos penales abiertos parece algo inevitable… ¿Quiere esto significar que todo tipo penal abierto es necesariamente inconstitucional? Para dirimir la cuestión; conviene recordar que si el absurdo no se presume en el legislador ordinario, menos cabe conjeturarlo en el constituyente. La Constitución, por eso, no puede (ni debe) proponer directrices insensatas, ni cabe tampoco interpretarla neciamente. Si ciertos delitos o contravenciones sólo pueden aceptablemente enunciarse con tipos que posean algún grado de apertura, y eso es así porque lo demanda "la naturaleza de las cosas" (según la feliz expresión de Welzel), cabe concluir que la aspiración constitucional de tipos penales cerrados no es absolutamente incompatible con la recepción, por excepción, de determinados tipos penales abiertos, siempre que éstos se encuentren razonablemente enunciados por el legislador y que esa razonabilidad se funde genuinamente en la mentada "naturaleza de las cosas"
“…Por lo demás, el tipo penal "abierto" admite diversos grados en esa apertura, de tal modo que la cuestión no estriba sólo en admitir que en una hipótesis dada sea viable un tipo abierto, sino en meritar también la razonabilidad o irrazonabilidad de la cuota de apertura de tal tipo, que si es excesiva, será inconstitucional.
La calificación de esas figuras en el ámbito de lo constitucional o de lo inconstitucional, en base a pautas de razonabilidad jurídica, corresponde por supuesto en definitiva al Poder Judicial, intérprete final de la Constitución, aunque deberá partirse de la presunción de legitimidad constitucional de los actos de los otros poderes…” (cfr. Sagüés, Néstor Pedro, “Problemática constitucional de los tipos penales abiertos, los delitos de autor y los delitos de sospecha”, Publicado en: LA LEY 1987-A, 501).
Desde esta perspectiva y desde la concepción de la división de poderes delineada en forma reiterada por este Tribunal, exceden al marco de la decisión jurisdiccional y son propias del debate legislativo, las valoraciones sobre la conveniencia o inconveniencia de que la norma limite el grupo de sujetos punibles por la producción del escándalo en lugares públicos únicamente a quienes lo hagan bajo el efecto del alcohol o los estupefacientes.
En suma, los artículos 55 y 56 del Código de Faltas superan el test de constitucionalidad en abstracto, que la acción bajo estudio encarga a este Tribunal.
Ello no implica que, llegado el caso, no pudiera revisarse la aplicación en concreto de esas normas: si se interpretara como escandalosa una acción que no puede calificarse como tal, a luz de las pautas constitucionales, legales y sociales que delimitan el ámbito de lo punible, tal interpretación sería, en el caso, sin lugar a dudas, descalificable jurisdiccionalmente.
V.- Con estas precisiones y por las razones expuestas, disiento parcialmente con el voto de la Sra. Vocal que abre el Acuerdo, en cuanto entiendo que siendo posible efectuar una interpretación conforme a la Constitución Provincial, no corresponde declarar en el marco de la ley 2130, la inconstitucionalidad de los artículos 43, 55 y 56.
Por el contrario, adhiero a la solución propuesta en punto a la declaración de inconstitucionalidad de los artículos 24, 45 y 66, al rechazo con relación al artículo 68 y a la abstracción del tratamiento en punto a los artículos 54, 59, 60 y 61 por haber sido derogados y modificados –respectivamente- conforme surge de los términos de la ley 2767, publicada el 23/09/11 . TAL MI VOTO.
La Señora Vocal Subrogante Doctora Ana Lía Zapperi, dijo: adhiero al criterio sustentado por la Vocal que abre el Acuerdo, por lo que me pronuncio en igual sentido. MI VOTO.
De lo que surge del presente Acuerdo, oído el Fiscal, por mayoría, SE RESUELVE: 1°) Hacer lugar parcialmente a la demanda de inconstitucionalidad iniciada por Andrés Repetto y Fernando Diez y, en consecuencia, 2°) Declarar la inconstitucionalidad, en los términos del segundo párrafo del artículo 16 de la CP, de los siguientes artículos del Código de Faltas Provincial, Decreto-Ley N° 813/62: 24, solamente la frase: “y escuchará al imputado, previo hacerle conocer que puede abstenerse de declarar sin que ello lo perjudique”; 43 en la parte que dice: “En ningún caso podrán declarar como testigos los cónyuges, ascendientes, descendientes o hermanos de los contraventores”; 45, la frase “por simple decreto”; 55; 56, y 66, los cuales quedarán abrogados a partir de la publicación de la presente sentencia (artículo 10 de la Ley 2130). 3°) Rechazar la pretensión con relación al artículo 68 y declarar abstracto el pronunciamiento con relación a los artículos 54, 59, 60 y 61 del mismo cuerpo legal. 4°) Imponer las costas a la Provincia vencida (art. 68 del CPCyC, de aplicación supletoria en la materia). 5°) Regular los honorarios, (arts. 6, 7, 36 de la Ley 1594). ) Regístrese, notifíquese, publíquese en el Boletín Oficial de la Provincia y oportunamente archívese.
Con lo que se dio por finalizado el Acto, que previa lectura y ratificación, firman los Magistrados presentes por ante la Actuaria que certifica.
DR. RICARDO TOMAS KOHON - Presidente. Dr. ANTONIO GUILLERMO LABATE - DRA. LELIA GRACIELA M. DE CORVALAN - DR. OSCAR E. MASSEI - DRA. ANA LIA ZAPPERI (Vocal Subrogante - Conjuez)
DRA. CECILIA PAMPHILE - Secretaria









Categoría:  

DERECHO CONSTITUCIONAL 

Fecha:  

17/04/2012 

Nro de Fallo:  

01/12  



Tribunal:  

Tribunal Superior de Justicia 



Secretaría:  

Sala Procesal Administrativa 

Sala:  

 



Tipo Resolución:  

Sentencias 

Carátula:  

"REPETTO ANDRÉS Y OTRO C/ PROVINCIA DEL NEUQUÉN S/ ACCIÓN DE INCONSTITUCIONALIDAD" 

Nro. Expte:  

608 - Año 2002 

Integrantes:  

Dra. Lelia Graciela M. de Corvalán  
Dr. Antonio G. Labate  
Dr. Oscar E. Massei  
Dr. Ricardo T. Kohon  
Dra. Ana Lia Zapperi (Vocal Subrogante)  

Disidencia:  

Dr. Ricardo T. Kohon (disidencia parcial)